Todo empieza con la teoría subjetiva del valor

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ANTONIO SARAVIA

Uno de los avances más importantes y disruptivos en la historia de la ciencia económica fue el de la teoría subjetiva del valor. Carl Menger, el fundador de la escuela austriaca de economía, y de lo que después se llamó la revolución de la utilidad marginal, desarrolló esta teoría a principios de 1870 en radical contraposición a lo que proponían los economistas clásicos (Adam Smith, David Ricardo y Karl Marx entre otros). Mientras estos pensaban que el valor (o el precio) de los productos era una función de los costos de producción, Menger propuso que este era, en realidad, una función de las preferencias de los consumidores.

La teoría de Menger describe muy bien la realidad. Si se trata, por ejemplo, de escribir una canción, yo probablemente me tendría que pasar un par de meses enteros trabajando de sol a sol para escribir un mamarracho que a nadie le gustará. Si lo hace, en cambio, el maestro Willy Claure, este escribirá una lindísima cueca (para no bailar) en un par de horas. ¿Qué canción valdrá más en el mercado? Si Willy y yo vendemos los derechos de autor de nuestras canciones a una disquera, ¿cuál de las dos comandará un precio más alto? La respuesta es clara, la canción de Willy valdrá muchísimo más que la mía aun si a él le tomo solo un par de horas escribirla y a mí, en cambio, un par de meses. En otras palabras, el valor de las cosas no está dado por el número de horas de trabajo que implica producirlas (o, más generalmente, por los costos de producción) sino por la valoración subjetiva que le otorguen los consumidores. El público gustará muchísimo más de la cueca de Willy que de mi canción sin que interese en absoluto cuantas horas de trabajo o esfuerzo se hayan dedicado a ambas.

La teoría subjetiva del valor es importantísima porque produce un corolario fundamental. Si el valor de las cosas es subjetivo, entonces todo intercambio voluntario en el mercado genera riqueza. Supongamos que Pedro es dueño de un teléfono celular y Juan es dueño de una manzana. Si Pedro se acerca voluntariamente a Juan y le propone intercambiar el teléfono por la manzana, será que, por alguna extraña razón, Pedro valora más comerse la manzana que usar el teléfono celular. Una posible razón es que Pedro tenga ya muchos teléfonos celulares y no use mucho o nada el teléfono que le ofrece a Juan en el intercambio. Otra posibilidad es que Pedro haya pasado muchísimo tiempo sin comerse una manzana y ande antojadísimo. Esto es lo que los economistas llaman, a partir de Menger, William Jevons y Leon Walras, la ley de la utilidad marginal decreciente. Como fuera, el hecho central es que Pedro valora más la manzana que el teléfono celular y por eso propone el intercambio. Si Juan, por su parte, acepta voluntariamente el intercambio, deberemos concluir que, al revés, él valora más el teléfono celular que la manzana. Producido el intercambio, entonces, Pedro y Juan terminan siendo dueños de cosas que valoran más que lo que tenían originalmente. En otras palabras, el intercambio ha creado riqueza para ambas partes sin necesidad de producir más teléfonos o más manzanas. Este corolario es fundamental porque implica que mientras más intercambios voluntarios sucedan en una sociedad, más riqueza se habrá creado en la misma.

Nótese que hay dos requisitos cruciales para que este proceso de creación de riqueza florezca. Primero, las transacciones deben ser voluntarias, es decir, hechas en libertad. Si alguien se ve forzado a participar de un intercambio, no se puede concluir que ese intercambio le proveerá algo que valora más que lo que tenía originalmente. Segundo, el intercambio de bienes y servicios es, esencialmente, un intercambio de derechos de propiedad sobre los mismos. Si estos derechos de propiedad no están claramente definidos y no son respetados, nadie tendrá incentivos a intercambiar nada. Si Pedro le reclama o le quita el teléfono celular a Juan después del intercambio (y después de haberse comido la manzana), Juan no querrá hacer intercambios con nadie en el futuro y el proceso de creación de riqueza quedará estancado. Esta falta de respeto a los derechos de propiedad es lo que hoy llamamos falta de seguridad jurídica.

Vean entonces que los principios económicos del liberalismo, libertad individual y propiedad privada, no son solo principios filosóficos, sino que tienen además un fundamento científico basado en la teoría subjetiva del valor: son instrumentos requeridos para permitir transacciones que crean riqueza, y por ende, son las bases del desarrollo y el florecimiento humano.

El socialismo o el estatismo, en cambio, son paradigmas que, al atacar la libertad individual y la propiedad privada, destruyen la creación de riqueza. Cuando el Estado controla precios, por ejemplo, nos obliga a realizar transacciones a valores que probablemente no coinciden con la valoración subjetiva de nuestros bienes. Cuando el Estado impone cupos a la exportación nos obliga a vender menos de lo que probablemente hubiésemos querido vender al precio voluntariamente acordado con otros países. Cuando el Estado nos cobra muchos impuestos que encarecen el proceso productivo, las transacciones que pudiéramos hacer son menos rentables y, por lo tanto, dejamos de hacerlas. Cuando la burocracia nos obliga a peregrinar por trámites y permisos, cuando contratar personal es tremendamente complicado, cuando nos cambian las reglas de juego constantemente, cuando las cuentas fiscales generan incertidumbre macroeconómica, en suma, cuando el Estado es grande y tiene mucha influencia en nuestras vidas, tenemos cada vez menos incentivos a participar del mercado, a intercambiar y, por lo tanto, a crear riqueza. Esa es la razón por la que los paradigmas socialistas o estatistas han sido un tremendo fracaso y han sumido a sus sociedades en la pobreza.

Un típico contraargumento consiste en cuestionar algunas transacciones voluntarias argumentando que en realidad son forzadas y que, por lo tanto, no necesariamente crean riqueza. Es frecuente oír decir, por ejemplo, que una empresa puede pagar sueldos muy bajos y “explotar” a los trabajadores que contrata porque estos se ven “forzados” a trabajar en ellas dado que no tienen alternativas. Esta relación laboral, entonces, no estaría creando riqueza para los trabajadores porque la transacción no sería voluntaria. Pero ¿de verdad no lo es? Si en la valoración subjetiva del trabajador las condiciones del contrato laboral fueran inferiores a su alternativa, que consiste en no tener trabajo alguno, no lo aceptarían. En otras palabras, nadie está forzando a esta persona a trabajar contra su voluntad. Lo que está pasando en este escenario es que la falta de alternativas hace que la creación de riqueza del trabajador sea muy baja. Pero la solución no es demandar u obligar a que la empresa pague mayores salarios o mejore las condiciones de los trabajadores. Si hacemos eso corremos el riesgo de incrementar tanto los costos de la empresa que esta termine decidiendo migrar hacia jurisdicciones en las que esas regulaciones no existan. El resultado será que los trabajadores se quedarán no sin muchas alternativas, sino que sin ninguna. Esta es exactamente la razón por la que no hay empleo formal en Bolivia y el 85% de los trabajadores son informales. La solución real, entonces, es minimizar la regulación y proveer seguridad jurídica para que así más empresas lleguen al país y compitan por trabajadores. Necesitamos más empresas “explotando” trabajadores, no menos. Esto subirá de forma natural los sueldos y mejorará las condiciones laborales. Un ejemplo claro de esto es la tremenda mejora en las condiciones laborales que han experimentado los chinos en las últimas dos décadas.

Las ideas importan. La teoría subjetiva del valor provee el fundamento científico del liberalismo económico y, por lo tanto, del desarrollo y florecimiento humano.

ANTONIO SARAVIA
Economista liberal. PhD. en Economía
*NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21