El día llegará, señalado en el calendario como un recordatorio del deber cívico y político que nos convoca a las urnas. Votaremos, sí, en un ejercicio democrático que llevamos a cabo individualmente dentro de una pluralidad conocida como “Estado-Nación”. Una pluralidad que, ilusoriamente, creemos integrar cada cinco años desde 1982, a través de urnas y papeletas.
Nos identificaremos subconscientemente con ese amorfo constructo social, plasmado en el texto Constitucional y en la Teoría Política como “el soberano”. Una entelequia metafísica, una ficción jurídica conformada a convocatoria de una Ley Electoral, que además obliga bajo sanción a que ejerzamos un derecho: el derecho obligatorio al voto, porque esta que es una conquista social, es al final del día la única forma de legitimar al Poder y consecuentemente de someterse a éste, sin derecho a reclamos y sin tener que lamentar una dictadura militar.
Votaremos y nuevamente se proclamará al vencedor que nace de un demérito “contrato social”, que implícito como es, aceptamos sin cuestionamiento alguno, porque además es necesario para garantizar la vida en sociedad, porque somos tan herederos sin excepción de dicho contrato, como somos herederos del pecado original; porque la democracia es “la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás que se han intentado”, como diría Winston Churchill.
Se trata pues de un “contrato de paz”, que para nuestra Historia data de 1826, donde intervinieron solamente 48 individuos en nombre de todos los habitantes de Charcas y del Alto Perú; luego para la Nueva Constitución Política (2009), donde estuvieron 255 Asambleístas quienes hicieron por más de 8 millones de bolivianos lo que no podíamos haber hecho todos juntos, discutieron y aprobaron un proyecto de Constitución que contrariamente a lo que le aconsejaba Talleyrand a Napoleón, “ellos sí se sentaron sobre bayonetas para aprobarla”; entiéndase que el Cuartel Calama no fue precisamente la Casa de la Libertad. Y que fue posteriormente consultado por Referéndum vinculante, es decir otro voto diferente en especie, pero del mismo género que el voto eleccionario, que terminó finalmente la legitimación que dan las urnas y una “x” en una papeleta.
“El pueblo ha hablado”; “Dios así lo ha decidido, porque la voluntad del pueblo es la voluntad de Dios”, serán los epítomes en rutilantes encabezados de los medios de prensa. Todo quedará reducido a esta “voluntad general” rousseauniana, condensada en un guarismo matemático: una cifra que resulta de la operación aritmética de contar y de establecer proporciones porcentuales, para decidir quiénes serán los vencedores. Llevándonos a una ilusión cognitiva de la realidad, que nos hará creer que eso había sido lo que más de 11 millones de habitantes habían querido, lo que más de 7,5 millones de empadronados habilitados tendremos por bien merecido al votar y decidir quién será nuestro gobernante, parafraseando a Joseph de Maistre (1753–1821): “Una nación tiene los gobernantes que se merece”.
Al menos, siempre y cuando esto sea en condiciones sin alteración significativa de los aspectos esenciales del proceso electoral (céteris páribus), como cuando se intercambian urnas o libros de actas por militares y funcionarios públicos al escampado y a altas horas de la noche; como cuando sucede que alguien bajo órdenes expresas de la cúpula del partido de turno manda a apagar el TREP (Transmisión de Resultados Electorales Preliminares) en pleno desarrollo del conteo de votos y “misteriosamente” hacen aparecer otro resultado completamente distinto cuatro días después. Todo bajo las narices de la comunidad internacional, de la OEA y en la más absoluta impunidad. Porque “No importa cuantos votos haya, sino quien cuenta los votos” como decía Joseph Stalin, el “Acero” experto en volcar resultados y claramente favorito en regalarles la receta en arte y maña, a todos los gobiernos autoritarios del siglo XX en adelante.
Entonces, habremos formalizado el destino de nuestra sociedad en un acto tan banal como trascendental, en un gesto vacío de fuerza decisoria; porque votamos pero no elegimos. Cuando de cierto es que apenas la fuerza de significación atribuible a un signo: una “X” en una papeleta electoral, una simple “X”, es más que suficiente para creer que estamos eligiendo algún futuro. Para que creamos que elegimos a quien creemos o decimos conocer, siendo nosotros apenas un condensado de individuos anónimos que solo cuentan para él por la sumatoria de votos.
Siendo que al final de la ecuación, pasaremos de un guarismo a otro, de la cantidad de votos, al condensado de impuesto que deberemos seguir pagando religiosamente y que se traducirá en forma alquímica en el salario que percibirán todos estos funcionarios electos y sus acólitos designados; además de cubrir la ingente cantidad de proyectos y de obras faraónicas, inútiles y contraproducentes para la economía de cada individuo, sin dejar de mencionar la maraña de corruptelas, diezmos, prebendalismos y todo lo que pueda caber en el escatológico mundillo de la política partidaria.
Se trata pues entonces, este hecho de votar, de una relación asimétrica por excelencia. Por un lado está en quien dices confiar de buena fe, en alguien que dices conocer porque ves a diario hasta en la sopa como político electoralista que es, en un vínculo paternalista porque crees fehacientemente que resolverá todos tus problemas, incluso existenciales y por el otro lado, estamos todos nosotros, un anónimo con rostros, con identidad señalada, pueriles de quienes solamente servimos por nuestro voto para encumbrar a alguien más en el Poder. Voto que finalmente cumple con la trilogía de lo político: es legitimante, sierve de moneda de canje y que mistifica a quien se le adjudica.
Legitima frente al otro, frente a una comunidad internacional que juega con esa misma regla del juego; legitima ante opositores y perdedores, porque se sustenta en fuerza de la dictadura de la mayoría, como tantos actos de elección donde en semejanza deciden o se guían por instinto como lemmings para saltar de un despeñadero.
Actúa también como moneda de canje, porque puede ser empleado instrumentalmente como si fuera un aporte de capital, como si fueran acciones para una Sociedad Comercial y ser tranzados con la única finalidad de negociar cargos, instituciones, para lograr el poder con los otros candidatos que tercien por la misma silla presidencial, ya que el caudal de voto se suelda al candidato y hace que se enseñoree, se adueñe y se afinque del voto ciudadano.
Y finalmente mistifica a quien se lo adjudica, porque quien asume el poder por el poder del voto, envistiendo poderes sobrenaturales cuando le imponen la banda presidencial, la medalla del burdel y el fálico báculo como símbolos de poder. Se transmuta y se metamorfosea entonces ante la mirada de todos, de crisálida, de pupa a portavoces representantes que hablarán por ti, por mí y por todos. Cambiando nuestra composición química, para dejar de ser “el soberano”, y a partir ese día seamos en una amalgama de lo social y del Partido Político vencedor en “El Pueblo”.
el partido político con su Presidente, tienen carta blanca para actuar en nombre de “El Pueblo”, porque en su lógica son uno y lo mismo, Partido y Pueblo.
Y será así porque este mandatario no puede ir a consultar a cada uno, todos los días, lo que hará y lo que mejor no hará. Porque con nuestro voto le entregamos carta blanca para que asuma que su Partido Político al obtener la mayoría en las urnas, entonces encarna el papel de: “El Pueblo y su sacrosanta voluntad”, asumiendo y presumiendo permanentemente sobre supuestos legitimantes, sobre las bases de un sistema estatal centralista y su cuerpo de leyes, decisiones tan vitales como: el valor del dinero y lo que quiera hacer con éste, como por ejemplo: como se distribuirá para el gasto público; sobre la contratación de ejércitos industriales de reserva en calidad de empleados públicos que reemplazarán a los salientes y que burocratizan todo infestando nuevamente lo que toquen como la plaga.
También lo que “comprarán” con ese dinero sellado bajo su cuño: organizaciones sociales con sedes sociales, vehículos de lujo, cargos públicos, proyectos de millones de dólares sin resultados, empresas deficitarias, o crearán cada vez algo nuevo que se pueda comprar como medios de prensa, redes sociales con cientos de cibernautas asalariados para crear trending, caciques sindicalistas y todos quienes obrarán como heraldos de “El Pueblo”, a nombre de quien podrá seguir gobernando el Excelentísimo Señor Presidente, legitimándose a sí mismo como un ventrílocuo.
Pero no solo eso, además bajo su fuste torcido se determinará que todas las empresas privadas estén y empeoren su situación con tributos, con multas, con laberintos burocráticos kafkianos imposibles y cada vez más pesados; ahuyentándolo todo lo que sea generación de empleo y riqueza, atracción de inversiones extranjeras, turismo, exportaciones no tradicionales; finalmente tendrá a su cargo la seguridad social a corto y a largo plazo, la banca con la emisión monetaria incluida, aerolíneas, comercialización de alimentos, en síntesis de todo lo que pueda hacer depender de su política económica, que para los efectos, a todas luces solo no es sino un completo galimatías que se reduce al enriquecimiento del funcionario, por el que pusiste una “X” ese día de las elecciones, a costa de tu empobrecimiento: anónimo elector.
- JORGE ESPAÑA LARREA
- ABOGADO. SOCIÓLOGO
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