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EMILIO MARTÍNEZ
Poco antes de su asunción presidencial, escribimos que Luis Arce no sería ni un Héctor Cámpora ni un Lenin Moreno (“La sombra que viene de Buenos Aires”, 5 de noviembre de 2020) y el tiempo parece haber ratificado esa previsión. En efecto, el mandatario no ha sido el mayordomo dócil que esperaba Evo Morales, que le devolviera la silla presidencial a corto plazo (como sucediera con Cámpora y Perón), pero tampoco fue un rupturista como el ex presidente ecuatoriano Lenin Moreno, quien cortó radicalmente con el rumbo populista-autoritario impuesto por su predecesor en el cargo, Rafael Correa.
En lugar de estas dos cosas, Arce siguió la tercera vía de heredar o sustituir dentro de la “continuidad revolucionaria”, lo que significó insistir en un modelo económico agotado, preservar el esquema centralista en la administración pública y reincidir en prácticas de persecución judicial (inicialmente instigadas por Evo Morales, quien fogoneó las detenciones relacionadas al gobierno transitorio de Áñez).
Pero incluso dentro de los márgenes estrechos de la tercera vía elegida, podría haberse esperado una dosis mayor de pragmatismo, reformas graduales que liberalizaran el radio de acción del sector privado, la “modulación del déficit” o una nueva ley de hidrocarburos, junto a ciertos acuerdos mínimos en materia de reforma judicial y un deshielo diplomático hacia las democracias occidentales. Poco se ha hecho en la mayoría de estos ítems y en otros nada (entre los infrecuentes puntos positivos, hay que destacar los acuerdos de articulación geoeconómica con el presidente de Paraguay, Santiago Peña, del que ojalá se emularan algunas políticas de atracción de capitales).
Hoy, en vez de la apertura que podría haberse ensayado, se elige el control teatralizado de precios con despliegues pretorianos y se acude a Rusia, tanto en busca de un insuficiente salvataje como de reasegurar el visto bueno del régimen de Vladímir Putin, importante para la pugna intramasista.
Y es que el respaldo de los “mentores autoritarios” externos sigue siendo clave, conociendo la capacidad de desestabilización que esas potencias, globales y regionales, pueden ejercer contra quien se desmarque. El caso de Lenin Moreno es un ejemplo claro, si bien el mandatario ecuatoriano logró sobrevivir políticamente a las movilizaciones destituyentes. Es de ahí que habría que temer los verdaderos “golpes blandos”.
Mientras tanto, el neoevismo mueve fichas dentro de su elemento favorito, el caos, con al menos tres frentes: 1) las alianzas tácticas con alas de oposición en la Asamblea Legislativa (que ayudan a construir la imagen de Andrónico Rodríguez como eventual presidenciable), 2) la desestabilización económica a través de bloqueos carreteros (subiéndose a veces a demandas legítimas, de sectores preocupados por la escasez de dólares y combustible) y 3) el posicionamiento de una matriz de opinión por medio de nuevos analistas, que impulsan la idea de que “con Evo no había crisis” y consignas sobre una “solución” que pasaría por un mayor control estatal sobre el comercio exterior. Esperemos que esta última alternativa quede archivada en el cajón de los desastres posibles y no consumados.
El panorama es complejo y se desarrolla en medio de una densa “niebla de guerra”, generada por las redes de propaganda y contrapropaganda. Ya se sabe que “la verdad es la primera víctima de una guerra” (Esquilo), aunque ésta sea en gran medida retórica, simbólica y comunicacional.