Cuando pongo mi mirada en 2005 no puedo dejar de sentir cierta amargura. Bolivia no retrocedió, tampoco se adelantó. Bolivia se reconstruyó bajo el fragor de una visión artística. El Picasso –al menos él se veía así– comenzó a dar brochazos de esta obra en construcción, creando un cuadro a su medida. Claro, Linera no fue un político, fue un artista. O, valga enfatizarlo, quiso serlo. ¿Me equivoco? Quizás, aunque lo hago basado en el sueño de Linera: ser el nuevo Stalin. Un Stalin andino, plagado de lecturas de aquellas épocas, allá por 1920-1950, soñando con sacar las acuarelas y empezar a dar trazos mágicos. Quería pintar una nueva Bolivia. Sacar a relucir su estampa artística. Así se veía a si mismo este consumado Narciso.
¿Tiene sentido lo que digo? No lo sé, pero lo hago fascinado tras haber leído el libro de Giuliano Da Empoli, “El mago del Kremlin”, en el que el autor se sumerge en la atroz utopía estalinista: ¡reconstruir el país desde cero! El libro deja la hegemonía del relato al hechicero de la política putinista: Vadim Baranov, un enigmático personaje que relata, con fino detalle, las peripecias del dictador-asesino hasta arribar a puertos putinistas. No lo hace para narrarnos su desenfado criminal, lo hace para apuntalar una fantástica y aterradora lista de deberes políticos que un político eficaz debe cumplir. Es un manual renovado de maquiavelismo. Es Maquiavelo del siglo 21 encarnado en Putin y su magnífico asesor: el mismo Baranov.
No puedo negar que me deleité no sólo con el libro, y sus capítulos cortos y deslumbrantes, sino con cada página y párrafo, aprendiendo los “enseres” in-éticos de los grandes gobernantes. Vladimir Putin es uno de ellos, heredero de Stalin, aunque nutrido de mayor garbo. No pudo ser un tirano que asesinara a millones de compatriotas y, en especial, a sus más ilustres consejeros, como lo fue don Josef. No pudo serlo con esa desvergüenza genocida (y autogenocida), pero lo es, despachando a sus rivales con sutileza mortuoria. Lo atestiguan la grandiosa periodista Anna Politkóvskaya y/o el valiente político Alexéi Navalni, por dar dos nombres de prestigiosos personajes asesinados por el régimen.
Stalin se empeñó en pintar su propio cuadro. El alistó la tela y volcó su dosis artística sobre aquella tela a su regalada gana: “la materia de Stalin son la carne y la sangre humanas; el lienzo, una nación inmensa; el público, todos los hombres del planeta que murmuran con reverencia su nombre a más de cien leguas”, narra imaginariamente Baranov en el magnífico libro de Da Empoli.
Exactamente eso mismo quiso hacer Linera. El oscuro vicepresidente se creyó la reencarnación del líder georgiano. Compró su propio pincel y quiso refundar Bolivia con su estuche de genialidad. Quiso pintar un cuadro hermoso, repleto de empresas públicas pujantes y eficientes; criollos migrando desolados al exterior para que no osasen permanecer en este territorio; opositores callados, fugados o reconvertidos al masismo; aliados internacionales levantando el socialismo por doquier de la mano de Putin y un largo conjunto de detalles a ser rigurosamente modelados por el tosco pincel del In-Salvador Dalí boliviano. Jamás de los jamases vivimos un periodo democrático. Todo lo contrario: muchos bolivianos, muchas regiones, muchas profesiones, muchas fortunas moldeadas esforzadamente, muchos aliados internacionales, muchas radios y canales, exigían coloraciones que el vulgar trazado del delirante Stalin del altiplano no conseguía no le daba la gana– de incluir. Eran y éramos fragmentos suprimibles de esa pintura. El régimen masista, por ende, no decayó con el derrumbe económico en ciernes. Languideció ante el narcisismo de este mediocre artista, convencido de su genialidad para hacer desaparecer el delineado grueso y bien montado de la “vieja” Bolivia. Quiso hacer soñar a los bolivianos, pero con su único sueño, patológicamente plasmado en casi dos décadas de decaimiento pleno (con excepción de la holgura reflejada en sus bolsillos).
Lo suyo no fue, pues, política. Fue un arte que pone en evidencia, día a día, la ordinarez autoritaria de su pintura.
Vuelvo al libro de Da Empoli. Le hace decir a Vadim Baranov, el refinado Maquiavelo: “Cuando el escritor Zamiatin convence a su amigo compositor Shostakóvich en 1930 para que componga la ópera ‘Lady Macbeth de Mtsensk’ lo hace porque sabe que el futuro de la URSS depende de esa representación. Que la única manera de acabar con los procesos políticos y las purgas era reintroducir la singularidad del individuo que se rebela contra el orden planificado. Y si Stalin se levanta furioso y sale del Bolshói es porque sabe que la libertad del compositor supone un desafío directo a su poder, a su proyecto artístico global”.
Ese desafío a su poder es lo que nuestro Narciso nunca aceptó.
- DIEGO AYO SAUCEDO
- Politólogo e Investigador Social
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