La educación es, desde una perspectiva politológica, uno de los principales mecanismos a través del cual los Estados pueden consolidar su legitimidad, moldear identidades nacionales y ejercer control social. En Bolivia, el sistema educativo ha sido un campo de batalla donde las élites políticas de turno han luchado por imponer su hegemonía ideológica. Este fenómeno no es exclusivo de nuestro país, pero aquí adquiere una particular relevancia, debido a las profundas fracturas sociales, étnicas y políticas que caracterizan nuestra historia reciente.
Desde la Revolución Nacional de 1952 hasta los gobiernos socialistas del siglo XXI, los distintos regímenes han utilizado la educación no solo como un medio para garantizar la alfabetización y el acceso al conocimiento, sino también para perpetuar un relato político que justifique su permanencia en el poder. Antonio Gramsci, teórico clave en el estudio de la hegemonía cultural, explicaba que la educación es un pilar fundamental para que las clases dominantes mantengan su control, no a través de la fuerza, sino a través del consentimiento de las clases subalternas. En Bolivia, esto se ha materializado a través de la construcción de un discurso oficial que ha filtrado las interpretaciones históricas y políticas a conveniencia del gobierno.
Un ejemplo clave es el tratamiento de la historia boliviana en las aulas. El enfoque marxista, que predominó durante los años posteriores a la nacionalización de los recursos en la década de los 50, pintó un relato dicotómico entre opresores y oprimidos, simplificando la complejidad de los actores políticos. Este relato fue reemplazado a partir de la década de 2000 con una narrativa que subraya el “proceso de cambio” como un punto culminante en la liberación del Estado plurinacional, obviando las tensiones internas, las limitaciones democráticas y las críticas que surgen desde dentro del propio proyecto socialista.
La politización de la educación no solo se expresa en el contenido de los libros de texto, sino también en el diseño institucional del sistema educativo. La centralización del control sobre los programas de estudio y la imposición de ciertos enfoques doctrinarios en las escuelas públicas ha limitado la posibilidad de un verdadero debate pluralista. El Estado se erige como el gran “educador”, replicando el concepto del Estado tutelar desarrollado por autores como Louis Althusser, donde la educación forma parte de los aparatos ideológicos del Estado que configuran la conciencia de las masas.
Este fenómeno también puede analizarse desde la teoría de la reproducción social de Pierre Bourdieu, que sostiene que las instituciones educativas, lejos de ser espacios neutrales, reproducen las desigualdades sociales existentes. En Bolivia, a pesar de la retórica de inclusión social, el sistema educativo sigue reproduciendo las jerarquías de clase y etnicidad, al tiempo que las narrativas oficiales refuerzan la idea de una “unidad nacional” basada en el control discursivo de la diversidad cultural. Las poblaciones indígenas, aunque teóricamente reconocidas en el currículo, aún luchan por una representación más auténtica de sus historias y cosmovisiones, más allá de ser símbolos folklóricos de un proyecto estatal.
Sin embargo, el mayor peligro de la politización de la educación radica en la inhibición del pensamiento crítico. El énfasis en la memorización de hechos aislados, combinado con un discurso homogéneo y dogmático, está creando una juventud incapaz de cuestionar el statu quo. Al limitar el análisis crítico y las múltiples perspectivas sobre la historia y la política, el sistema educativo está perpetuando un conformismo que amenaza las bases mismas de una sociedad democrática.
¿Qué podemos hacer desde una perspectiva politológica para cambiar esta situación? Primero, es necesario un rediseño del currículo que permita la introducción de debates pluralistas y críticos, donde los estudiantes puedan confrontar las diferentes corrientes ideológicas que han marcado la historia boliviana. Segundo, es fundamental que las instituciones educativas, tanto públicas como privadas, promuevan un pensamiento autónomo, que incentive la creatividad y la capacidad de análisis de los estudiantes.
Finalmente, es esencial un debate público más amplio sobre el papel de la educación en la formación de ciudadanos. Solo a través de un sistema educativo que valore el pensamiento crítico, la participación cívica y el respeto por la diversidad de opiniones, podremos aspirar a una sociedad donde la educación no sea un instrumento de control, sino un motor de libertad y progreso.
- SERGIO PÉREZ PAREDES
- Coordinador de Estudiantes por la Libertad en La Paz, con estudios de posgrado en Historia de las ideas políticas y Estructura de discursos electorales.
- *NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21