Hoy vivimos en una Bolivia irreconocible, marcada por el desabastecimiento, la incertidumbre y el descontento generalizado. Aquella nación que alguna vez se jactaba de su estabilidad económica y su modelo de crecimiento sostenible se ha convertido en un país donde las filas para conseguir diésel alcanzan las cinco cuadras, y los precios de productos básicos se disparan sin control. La Bolivia de antes, la de las promesas de prosperidad y abundancia, parece haber quedado en el olvido.

La escasez de hidrocarburos es el reflejo de una crisis estructural que se ha gestado durante años. Mientras otros países diversificaban sus economías y optimizaban sus recursos, Bolivia se aferraba al extractivismo, una estrategia que ahora nos pasa factura. El diésel, indispensable para la producción agrícola, el transporte y la industria, se ha convertido en un lujo. Cada litro perdido representa una hectárea que no se cultiva, un camión que no circula, una familia que no come.

Pero el problema no se limita al combustible. La inflación, alimentada por la falta de recursos y el mal manejo de la política económica, está asfixiando a las familias bolivianas. Los precios que antes parecían accesibles son ahora un sueño lejano. Cada vez más personas deben elegir entre pagar sus necesidades básicas o renunciar a ellas. Esta situación pone en evidencia un sistema que no supo adaptarse, ni prever las consecuencias de su dependencia extrema de los hidrocarburos.

El panorama se agrava con la ausencia de soluciones claras. El gobierno parece atrapado en un círculo de discursos y promesas, mientras los problemas reales siguen creciendo. ¿Dónde quedó aquella Bolivia que era reconocida como un modelo de desarrollo en América Latina? ¿Qué pasó con los años de bonanza en los que se decía que estábamos construyendo un futuro sólido y próspero?

La crisis actual no solo es económica; también es moral y política. Hemos perdido la confianza en nuestras instituciones y en quienes nos gobiernan. Los ciudadanos ven con impotencia cómo los recursos naturales que debían ser una bendición para el país se han convertido en un motivo de frustración y desesperanza.

Sin embargo, aún hay espacio para la reflexión y el cambio. Esta no debe ser una crisis que termine de sepultar a Bolivia, sino un punto de inflexión para reconstruir lo que hemos perdido. Es momento de exigir liderazgo, responsabilidad y visión de futuro. Necesitamos un proyecto de país que deje atrás la improvisación y apueste por la diversificación económica, la inversión en tecnología y la transparencia en la gestión pública.

La Bolivia de hoy puede parecer irreparable, pero no tiene por qué ser nuestro destino final. Si algo ha demostrado este pueblo es su capacidad de resiliencia. Pero la resiliencia no es suficiente sin acción. Depende de todos, desde los ciudadanos de a pie hasta los líderes políticos, unir fuerzas para recuperar la nación que alguna vez nos prometieron.

La Bolivia que hemos perdido puede ser recuperada, pero solo si estamos dispuestos a luchar por ella.

  • SERGIO PÉREZ PAREDES
  • Coordinador de Estudiantes por la Libertad en La Paz, con estudios de posgrado en Historia de las ideas políticas y Estructura de discursos electorales.
  • *NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21