ERICK FAJARDO
La crisis que atraviesa Los Tiempos es la hipérbole de la crisis de los medios y el periodismo boliviano que sobrevivieron a un Siglo XX de dictadores y neoliberales sólo para verse asfixiados durante las dos primeras décadas del Siglo XXI por un narco-colectivismo obcecado con la abyección de los medios estatales en ariete de propaganda, la propagación de cadenas de medios sindicales pro gubernamentales en el área rural y la instauración de un control ideológico-policiaco al interior del periodismo por agentes de una tesis de poder que proscribió toda interpretación de la realidad discrepante de su credo de revanchismo milenarista sospechándola bajo el más estalinista de los señalamientos políticos: Desinformación.
Para peor, los medios que durante el primer decenio del milenio no se rindieron a esas tácticas bolcheviques y preservaron su independencia informativa debieron enfrentar presiones más elaboradas como la asfixia tributaria, el condicionamiento político de la pauta publicitaria estatal y – finalmente – el intento de capitales privados adscritos al gobierno de infiltrar sus directorios y tomar control accionario-editorial a través de palos blancos.
Habiendo sobrevivido a ese mecanismo articulado de boicot sindical, chantaje impositivo y adquisición forzada, fue esa última y ruin táctica – la infiltración corporativa – que decidió a Los Tiempos a sonar alarmas y elevar denuncia en 2022 ante la Sociedad Interamericana de Prensa.
Sin embargo la asfixia contra medios y periodismo, y en específico contra Los Tiempos, no comenzó con el arribo del MAS a Palacio Quemado, ni fue la infiltración corporativa el primer intento de controlar su línea informativa. Temprano en 2000, mucho antes de intentar usar capitales de palo blanco, ya el MAS había infiltrado las redacciones de prensa de medios influyentes con agentes de su policía ideológica.
Los Tiempos fue objetivo estratégico para el MAS desde finales de 1990 cuando protegidos por el fuero sindical y la demagogia del “periodismo militante” Alex Contreras, Marco Carrillo y otros áulicos del evismo tornaron destacados medios en plataforma de marketing para relanzar la imagen de un sindicalismo cocalero vinculado al narcotráfico cual “movimiento indígena”, un rebranding que legitimó y camufló su defensa de la producción y comercialización de coca ilegal detrás del chauvinismo de la reivindicación de acceso marítimo o la defensa de los recursos naturales, de los que – irónicamente – el régimen de Evo sería el peor verdugo.
A fines de 2003, consumado el derrocamiento sindical al débil, autodestructivo e insostenible gobierno de Sánchez de Lozada, el chantaje sindical se tornó en persecución a periodistas que optando por la neutralidad informativa se habían negado a secundar la laudatoria del desgobierno callejero cual epopeya social.
La cacería de disidentes arrancó con el brulote “La prensa del poder” (Ramos, 2003), replicado infinitamente en medios del Grupo Malatesta, que infamaba al director del Grupo Líder, Alfonso Canelas, y al jefe editor, Marco Zelaya, por haberse opuesto a que redactores alineados al MAS convirtieran la edición de La Prensa del 18 de octubre en el detonador de un rebalse social que buscaba precipitar lo que eventualmente sobrevino: la llegada al poder de Evo.
Dos años más tarde, en un giro histórico no carente de ironía, la transición al aparato de gobierno de los comisarios de la prensa bolchevique le dio a Los Tiempos la invaluable oportunidad de purgarse de una logia de parásitos que largo tiempo lo infestaron y liberarse del patrullaje ideológico que conminaba a sus periodistas a abandonar el rol de informar para asumir el papel de fanáticos del mesianismo político evista.
Me tocó ser testigo de primera mano de ese vergonzoso capítulo, que ni rehenes ni captores querrán rememorar, pero que en justo tributo a periodistas como Coco Canelas, José Nogales Nogales y el mismo Marco Zelaya, es menester reseñar, por las valiosas lecciones aprendidas de ese oscuro tiempo, en la perspectiva de construir una definición contingente y oportuna de la relación entre periodismo, periodistas y medios.
El periodismo es un campo simbólico de poder en disputa y – en un frágil balance entre el régimen de propiedad de los medios y las pretensiones de las doctrinas neo dialécticas – un periodista es un observador y recolector de los hechos de la cotidianeidad que custodia ese equilibrio de fuerzas. En consecuencia, un periódico es el documento vivo en el que se registra el continuum de ese estado del arte de tensiones y balances de la sociedad; un ecosistema no dogmático que permitirá coexistir interpretaciones de la realidad divergentes, proporcionales a la diversidad de concepciones de mundo.
El periodismo en una técnica de intervención y tratamiento de la realidad que existe en un interludio entre la etnografía y la historia; y su deontología demanda un minimalismo que honre la trascendente simplicidad del rol del cronista que observa los hechos para reflejarlos de la manera más comprehensiva y completa, desdeñando pretensiones dogmáticas y definitivas en favor de la búsqueda de la perfectibilidad periódica de sus reseñas.
El rol social del periodista no consiste en alinearse a ningún extremo, sino en resguardar ese perfecto equilibrio entre voces divergentes denominado libertad de expresión. Ese es el principio con el que el periodismo sobrevivirá las hegemonías estatales, imposturas paraestatales e intentos de infiltración en sus redacciones o sus directorios.
ERICK FAJARDO POZO
Master en Comunicación Política y Gobernanza por la GWU de EEUU
*NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21