“El Gatopardo”: Cambiar, para que nada cambie

  • “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. – Giuseppe Tomasi Di Lampedusa.

Corría el año de 1958. Luego de un par de infructuosos intentos por parte del autor para que su obra fuese publicada, finalmente, en un homenaje póstumo “El Gatopardo” veía la luz. Una novela histórica inspirada en el proceso de unificación de la Italia del siglo XIX y el consecuente fin del reino de las dos Sicilias. La obra fue acreedora al Premio Strega, el más importante de la narrativa italiana. La obra refleja de manera perfecta el cinismo y oportunismo de aquellos miembros del poder de la época (¿o no?), que no tienen ningún interés de perder sus privilegios, por lo que, están dispuestos a adaptarse camaleónicamente a los cambios políticos, sin mirar el color, la ideología, mucho menos los principios de los cuales desconocen el significado.

El libro describe el fin de una época, la caída de una élite (aristócrata) personificada en la figura de Fabrizio, quien observa impávido como se transforman las bases y estructuras sociales, para dar paso a la unificación de Italia, acto liderado por Garibaldi, el gran reformista y consecuentemente enemigo de los aristócratas. Tancredi (sobrino de Fabrizio), elegante y astuto, representa a la nueva generación de políticos; él ha entendido perfectamente bien que, para conservar los privilegios derivados del poder, debe adaptarse a los cambios que se iban experimentando.

Tancredi termina uniéndose a la causa reformista de Garibaldi, a su ejército conocido como “los camisas rojas”. Tancredi decide hacer este giro radical, no por considerarse un revolucionario de convicción, lo hace por estrategia. Entiende que la aristocracia debe simular estar de acuerdo y mimetizarse ante los cambios para no desaparecer. Este personaje oportunista, encarna el espíritu de adaptación de los políticos que es el que les permitirá permanecer en las estructuras del poder luciendo siempre una nueva piel.

Tancredi Falconeri, el arquetipo de la “casta política” (Antonio Escohotado), de aquellos hombres que defienden el poder a cualquier costa y desde cualquier orilla, sea cual fuere el frente que los cobije, en tanto y en cuanto puedan conservar u obtener beneficios. “El Gatopardo” muestra el cinismo y oportunismo que tienen ciertos saltimbanquis políticos, que encajan como un guante tallado a medida a la realidad de varios países. En la Bolivia actual, se tienen identificados a varios de estos oportunistas que, en apenas unas pocas semanas han recorrido varios frentes políticos a la sombra de sus “líderes” a los que se han dado a la tarea de defender con uñas y dientes ante los medios, empleando siempre el postureo y mostrando un nuevo perfil a la hora de subirse al siguiente barco.

La historia es fascinante y nos brinda la oportunidad de extrapolar la realidad actual con la de otros tiempos y otros lugares, para darnos cuenta que como nunca antes, la ética y la moral están bordeando sus niveles más bajos. La falta de vergüenza, la ausencia de principios, de ideas, carencia de programas, sumado a la pérdida de valores y el respeto por la palabra empeñada, conduce a los “tancredis” del mundo a realizar actos censurables, indignos, execrables, carentes de toda moral. Estos seres sin voluntad, son capaces de hacer lo que sea necesario con tal de seguir medrando del poder.

La inmediatez en la que giran los destinos de las sociedades modernas, conduce a los hombres a creer que los problemas que enfrentan actualmente son nuevos o únicos, sin tomar conciencia de que las acciones políticas que apoyan e idolatran, siguen siendo las mismas desde siempre y en el caso particular boliviano, con los mismos actores desde hace cuarenta años. La incorporación de alguno que otro personaje en la “novela dramática” del país (nuevos políticos), sólo constituye un apéndice del sistema político que no admite reformas sustanciales, adaptándose al principio lampedusiano de: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.

Tenemos el caso llamativo de la “renovación” del año dos mil veinte, de cuyos “representantes” la gran mayoría hoy se encuentran buscando nuevos frentes y espacios donde poder acomodarse; las tiendas políticas siempre dispuestos a cobijar a los “gatopardos” que ya conocen el camino al lado oscuro del alma, dichosos de poder abriles sus puertas. Esta realidad que parece de ficción, ocurre para pesar de los ciudadanos que mansamente entregaron su “voto útil” a un “inútil”, que jamás pudo articular una bancada mínima de “opoficción” y se vio desbordado desde el primer día con asambleístas que coqueteaban abiertamente con sus oponentes políticos y son los mismos “diputados de renovación” dispuestos a todo por mantenerse en el poder.

La gente se ha acostumbrado a entregar su poder, su responsabilidad individual, su inteligencia, su vida, a los supuestos representantes, esperando (absurdamente) que sean ellos –“portadores del manto divino”– los que brinden respuestas y soluciones a los múltiples problemas que los mismos (políticos), se encargaron de provocar. Esta sumisión ha significado culturalmente un retroceso de la sociedad que cuando escuchó “la llamada de la tribu”, no dudó por un instante en retornar a su condición de esclavo. Hoy el ser humano servil ha declinado su opción de lucha, apela simplemente al victimismo y, a la llegada de un nuevo mesías que sea más indulgente, aun sabiendo que todos fueron cortados con la misma tijera azul.

El pragmatismo que mueve hoy por hoy a las castas políticas, deja entrever una falta de principios por parte de quienes sólo buscan su conveniencia y beneficio personal, el oportunismo de quienes aprovechan la coyuntura, sin tener consideraciones mínimas acerca de la grave situación por la que atraviesa el país, buscando en su último intento (mezquino), garantizar sus privilegios, por lo que prefieren exponerse a la vergüenza y la humillación social antes que abandonar el poder. También están los que a título de “renovación” o “emergentes”, inician su carrera, carentes de una visión política clara, provocando más dudas que certezas, creyendo una vez más como buenos “liberales de izquierda” –tal como afirmó un caudillo de la vieja guardia de la política nacional–, que el caudillismo populista permitirá rescatar a Bolivia del caudillismo populista sempiterno.

Mientras tanto, que el desánimo y la frustración no minen nuestra moral y nos arrastren a sucumbir en las profundas oscuridades del abandono y el engaño político. Que no cambie nuestra forma de pensar y de expresarnos con alegría. Que no se nos olvide que: “Estamos acostumbrados a ver al poderoso como si se tratara de un gigante, sólo, porque nos empeñamos en mirarlo de rodillas y ya va siendo hora de ponerse de pie”.

  • CARLOS MANUEL LEDEZMA VALDEZ
  • ESCRITOR. DOCENTE UNIVERSITARIO. DIVULGADOR HISTÓRICO. DIRECTOR GENERAL PROYECTO VIAJEROS DEL TIEMPO
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