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IGNACIO VERA DE RADA
Yo pienso que, para Bolivia, La Paz representa la meca de las letras. Durante los primeros tiempos de la república, y sobre todo durante los veinte años del periodo liberal (1900-1920), La Paz, igual que Buenos Aires, puso sus ojos en Europa, y fundamentalmente en aquel París de la belle époque (1870-1914), la cual fue, según cuenta en sus memorias Stefan Zweig, una época de brillantez cultural y apogeo económico como no se había visto antes (ni quizás después). Solo basta ver los vestigios arquitectónicos de entonces que aún quedan en las calles paceñas, para darse cuenta de que la ciudad del Illimani, pese a su conformación orográfica difícil y su situación política siempre tensa, quiso imitar el gusto y las formas de la Ciudad de la Luz. Según Vargas Llosa, Buenos Aires, luego de París, es la ciudad más literaria del mundo. Yo me atrevería a decir que, pese a los problemas que atravesó siempre y sigue atravesando, La Paz podría estar entre las más literarias de Sudamérica, junto con Montevideo, Bogotá u, obviamente, Buenos Aires.
Por haber sido centro político y económico durante tantas décadas, La Paz congregó a escritores de la talla de Arguedas, Tamayo o Jaimes Freyre, que habían ido a París a absorber las nuevas tendencias mundiales que en el campo literario se inauguraban, y acogió a los primeros libreros y casas editoras que trajeron las más recientes novedades desde Europa. Esto está bien documentado en varios libros que recogen el desarrollo de las ideas y la difusión bibliográfica en Bolivia, como los de Albarracín Millán o los de Romero Pittari. Éste, en su libro Las Claudinas, habla, por ejemplo, de los esfuerzos ímprobos pero fructíferos que hacían los cenáculos intelectuales, los intelectuales mismos y las casas editoriales, por traer desde Francia y España las nuevas ideas y los más recientes libros que producía aquella Europa próspera de antes de la Gran Guerra, hasta las altas montañas de los Andes bolivianos. La Paz, en esos tiempos, era una ciudad socialmente discriminadora y poco democrática, sin duda, pero en un auge cultural esplendoroso; los escritores, boletines de sociedades geográficas, periódicos, ateneos, círculos literarios y libros producidos de esos primeros decenios del Siglo XX, son la prueba de aquella época dorada.
Con el tiempo, las letras sufrieron varias arremetidas, pero en absoluto no desaparecieron. Temporales políticos y militares trataron de amordazarlas, pero, como siempre, se rebelaron y salieron airosas. Ahí está, por ejemplo y para probarlo, la literatura pos-Guerra del Chaco, o la que le siguió a la Revolución de 1952, o la de las dictaduras de los 70. La literatura siempre fue de la mano del sentir colectivo e individual, siempre respondiendo al tiempo histórico. El populismo, que fue gestándose en los años 30 y 40, para bien o para mal, liquidó el sentido aristocrático de la labor literaria e instauró un nuevo ambiente para ella. Con todo, La Paz siguió dando escritores y libros hasta nuestros días. El drama boliviano está testimoniado en obras fulgurantes, incluso de escritores que, aunque no nacieron en La Paz, hicieron de esta ciudad su morada intelectual: Tristán Marof, Augusto Céspedes…
Con pocas editoriales y librerías, las cuales van remando contra la corriente para mantenerse activas; con escritores que trabajan sin percibir un céntimo y dándose a como dé lugar un tiempo para sentarse en el escritorio y fantasear ficciones, aun en medio del caos que los circunda; con un ambiente periodístico y social que, debido a la idiosincrasia colectiva, la disrupción digital y las modas culturales y políticas del momento, da mucha más importancia a los políticos, los militares o la estulticia que a la literatura y las artes… sí, con todo eso, las letras se han seguido abriendo campo y, para bien de todos —incluso de los indiferentes—, La Paz no cayó en el oscurantismo: sigue produciendo buenos libros y escritores. La Feria Internacional del Libro de La Paz, la más concurrida y visible de todas las ferias del libro que hay en Bolivia, es una prueba de ello.
Escribir en La Paz es una hazaña. Pero también es una necesidad. Estas montañas, su misterio, su historia alambicada que las atraviesa, el drama social y político de todos los días, no pueden sino encender el fuego de la imaginación y la llama de la crítica. Porque la literatura, desde Homero y Horacio, es, pues, además de belleza, un acto de insumisión contra el mundo y la vida, tan pedestres y mezquinos. Ojalá siga siendo siempre así.