Bolivia y el espejismo de la libertad

Miguel de Cervantes, con la sabiduría que solo los siglos confieren, nos dejó una verdad eterna: la libertad es el mayor de los dones, y su pérdida, el peor de los males. Hoy, en Bolivia, esa máxima resuena con una ironía dolorosa. ¿Somos realmente libres o vivimos bajo el espejismo de la libertad, presos de un sistema que nos la promete pero nunca nos la concede del todo?

La libertad no es solo la posibilidad de elegir a nuestros gobernantes cada cierto tiempo, sino la capacidad de vivir sin miedo, de hablar sin represalias, de crear sin que el poder dicte lo que es correcto y lo que no. Sin embargo, en Bolivia, la política ha convertido la libertad en una moneda de cambio: se concede a quienes se alinean con el poder y se restringe a quienes osan desafiarlo.

Vemos una justicia selectiva que castiga a unos y protege a otros, un Estado que se dice democrático pero se comporta como un patriarca que castiga a sus hijos cuando no siguen sus reglas. La persecución política, la censura encubierta y la polarización extrema han convertido el debate público en un campo minado. No se trata ya de discutir ideas, sino de sobrevivir en una sociedad donde disentir puede costar caro.

La libertad se ha convertido en una palabra desgastada, usada por todos pero comprendida por pocos. Nos dicen que vivimos en un país libre porque podemos votar, porque hay elecciones y porque la Constitución nos garantiza derechos. Pero, ¿de qué sirve la libertad escrita si en la práctica está condicionada por el miedo, por el chantaje político o por el temor a represalias?

No hay peor prisión que aquella que nos hace creer que somos libres cuando en realidad vivimos limitados. La libertad se desmorona cuando un periodista se autocensura para evitar problemas, cuando un ciudadano piensa dos veces antes de opinar en redes sociales, cuando la justicia no es imparcial, sino un arma del poder de turno.

Bolivia ha conocido demasiados amos disfrazados de libertadores, demasiados discursos que prometen igualdad mientras construyen nuevas formas de opresión. No importa la ideología: cuando el poder se convierte en un fin en sí mismo, la libertad deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio.

Nos han enseñado a conformarnos con la apariencia de la libertad, a aceptar las migajas de un sistema que nos permite actuar solo dentro de sus límites. Pero la libertad verdadera no se pide ni se mendiga. Se ejerce, se protege y, si es necesario, se lucha por ella.

Porque la libertad no es un favor que concede el Estado, ni un regalo que otorgan los gobernantes. Es un derecho inalienable que debemos defender con la misma pasión con la que lo soñamos. No basta con querer ser libres, hay que tener el coraje de serlo.

Cervantes decía que por la libertad se puede y debe arriesgar la vida. Hoy, en Bolivia, no deberíamos llegar a ese extremo. Pero sí debemos preguntarnos si estamos dispuestos a defenderla, a exigirla, a vivirla con la responsabilidad que implica. Porque la libertad, cuando se pierde, no siempre se recupera.

Y cuando nos damos cuenta de que la hemos perdido, suele ser demasiado tarde. Entonces solo queda la resignación o la valentía. La historia nos ha mostrado que los pueblos que aceptan su destino sin luchar terminan condenados a la servidumbre. Pero aquellos que se atreven a desafiar al poder, a reclamar lo que les pertenece, a decir “basta” sin miedo, son los que verdaderamente honran el legado de la libertad.

La pregunta es: ¿qué tipo de pueblo queremos ser?

  • SERGIO PÉREZ PAREDES
  • Coordinador de Estudiantes por la Libertad en La Paz, con estudios de posgrado en Historia de las ideas políticas y Estructura de discursos electorales.
  • *NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21