CARLOS ARMANDO CARDOZO
La obra de Frank Chodorov (1887 – 1966), pensador y activista estadounidense redacta este pequeño pero sustancial ensayo (1947) para desnudar el concepto de impuesto por lo que es, un robo.
Los argumentos son varios, los impuestos pagan la salud, la educación, la dotación de servicios que pasamos a denominador “públicos”, la famosa persecución del bien social que se puede extender hasta el infinito por lo difuso y abstracto de su interpretación, básicamente hacia donde los políticos que se hacen del Estado quieren llevarlo.
Sin embargo, un concepto de tal calibre tiene una falla irreconciliable con la realidad, tal parece que “los impuestos dieron origen a los servicios antes mencionados” es decir antes de su creación para poder financiar los mismos, el individuo vivía sin salud, educación, justicia, vías de acceso, prácticamente se desenvolvía en una jungla sin orden y condiciones mínimas.
Para pesar de los fervientes creyentes que el Estado y los impuestos son elementos sin los cuales no se puede concebir una sociedad moderna, es bueno recordarles que es justamente lo opuesto, el Estado se adjudicó este tipo de tareas ya existentes y para velar por el bienestar de la colectividad debía realizar un cobro sobre los ingresos de sus gobernados que verían retribuido este “gesto” con los servicios antes provistos por privados, en algunos casos de manera voluntaria cuando se trataba de comunidades pequeñas, por ejemplo: el más sabio de la comunidad se encargaba de resolver disputas entre otros miembros y por este servicio no realizaba cobro alguno, una suerte de juez.
El impuesto es entendido como la confiscación de la renta de cada trabajador para financiar la provisión de bienes y servicios que están orientadas a mejorar su calidad de vida. Prevenir al individuo de la tediosa tarea de elegir y ceder esa tuición para que el Estado decida qué es lo mejor para él, es disfrazado como un acto noble y por sobre todo justo. Sin embargo, nuevamente surge el problema, si el individuo no está de acuerdo con las decisiones que el Estado toma por él, no puede retractarse o retirarse voluntariamente, simplemente iría preso por lo que está obligado a aceptar el nivel de vida que se le impone como justo o digno.
El pago de impuestos, reflexiona Chodorov, no hace que el empresario venda más, no hace que el trabajador fabril gane más, no hace que el artista se vuelva más creativo, no hace que sus hijos sean más inteligentes, simplemente una provisión de bienes públicos y servicios que permiten que las zonas beneficiadas por el gasto público vean el precio de sus espacios, terrenos o propiedades elevar su valor de mercado ¿por qué? Porque su proximidad a dichos bienes se sobreentiende como una mejora de calidad de vida real.
Es decir, probablemente la educación pública a la que puede tener acceso en la zona está por debajo de las expectativas del padre de familia, probablemente el servicio de salud al que uno puede recurrir no colma con todas las necesidades y estándares de calidad y tecnología que la medicina moderna puede ofrecer, probablemente las luminarias no son suficientes para evitar robos y hurtos en la zona. Nada de esto importa porque lo que importa es colmar una lista de deseos más no valorar la calidad de estos bienes y servicios.
Ahora bien, los aranceles son derechos que debe pagar un individuo o empresa para poder internar cierto bien o mercancía para uso personal o su comercialización. Lo cierto es que muchos creen que los aranceles son barreras necesarias que el Estado cobra para proteger la industria nacional de la competencia proveniente del extranjero. Sin embargo, asumen que es un intercambio justo que el consumidor más pobre de la sociedad pague un precio más alto por un bien a cambio de preservar los empleos que genera una empresa que no compite y no tiene ningún incentivo para mejorar su producto en calidad y precio.
Si el análisis no se hace desde la óptica del miembro más pobre de la sociedad, entonces la lógica detrás del argumento para el proteccionismo es una vil falacia que refleja solo a un selecto grupo que tiene el ingreso suficiente para darse el lujo de costear un producto de mayor precio simplemente por su curioso sentido de “patriotismo”.
Finalmente, el impuesto al apropiarse de los ingresos o riqueza de forma indirecta o directa, se ha transformado en una costumbre que no puede ser cuestionada, el precio de la certidumbre que el Estado brinda a los poco orientados, desinformados y analfabetos ciudadanos espantados por el desconocido funcionamiento de la economía es suficiente para que este se prorrogue en el tiempo.
¿Si pagar impuestos fuera tan noble como la masa popular cree? Porque se quedan con un sinsabor cada vez que el Estado mete mano al producto de su trabajo (ingresos y propiedades).
Los impuestos fueron, son y seguirán siendo un robo que, a diferencia de un vulgar ladrón, el Estado ha sido capaz de institucionalizar, sistematizar y orientar con más saña hacia los que menos tienen, sí, aquellos que jura beneficiar a partir de la distribución de sus propios ingresos.
Imponiendo un estándar de vida mediocre, eso sí, mediocre para todos excepto la clase gobernante y sus privilegiados de turno.
CARLOS ARMANDO CARDOZO LOZADA
Economista, Máster en Desarrollo Sostenible y Cambio Climático, Presidente de la Fundación Lozanía
*NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21