Poco antes de la medianoche del lunes, el presidente peruano Pedro Castillo apareció en cadena nacional de televisión para declarar un Estado de Emergencia sin precedentes para Lima. Anunció que todos los habitantes de la ciudad debían permanecer en sus casas durante 24 horas, a partir de dos horas después de su anuncio. La controvertida decisión, que posteriormente sería anulada cuando los manifestantes hicieran caso omiso de ella, se produjo en respuesta a las protestas generalizadas de los camioneros contra el aumento de los precios del combustible. Desde que Rusia invadió a Ucrania el 23 de febrero no dejan de subir las tarifas del transporte y la energía a nivel global.
La nueva crisis peruana sobrevino justo después de que el presidente de Sri Lanka declarara el estado de emergencia en su propio país. La nación del Océano Índico también sufre protestas masivas por una creciente crisis económica causada por la mala gestión de la economía por parte del gobierno y agravada por una confluencia de acontecimientos mundiales ahora acelerados por la guerra en Europa del Este. La gente exige la renuncia del presidente Gotabaya Rajapaksa al grito de “Go Gota Go” (ándate, Gota, ándate).
La semana pasada, en el sur de Irak, cientos de manifestantes se concentraron en el centro de la ciudad de Nasiriyah para protestar por las subidas de precios del pan y el aceite de cocina, entre otros productos. Desde el comienzo de la guerra, en Irak los precios de los productos importados desde el Mar Negro subieron hasta un 50%. Y esta semana, miles de sudaneses salieron a la calle para manifestarse contra el régimen militar que los gobierna y la mecha que prendió el conflicto también fue el incremento de un 50% en el precio del pan.
Desde Lima hasta Colombo y de Bagdad a Jartún, la invasión ordenada por Vladimir Putin está enviando ondas de choque de perturbación económica que sacuden a todo el planeta y que van a traer profundas consecuencias políticas. Se convierte en una segunda ola de un tsunami precedida por la de la pandemia del coronavirus. Obviamente que en cada caso se sumarán los componentes locales y regionales, pero los cimientos del descontento son similares para todos. Y, seguramente, todavía no vimos todo lo que puede producir.
El principal vector de inestabilidad es la inflación, que a estas alturas tiene un historial bien establecido de contribución a la agitación social y política. El aumento de los precios se está registrando desde Nueva York hasta Finlandia y de Japón hasta Argentina. El segundo, es el aumento de los precios de los combustibles. El gas está llegando a precios récord en Europa y el gasoil escasea en Oriente Medio.
Las raíces de esta crisis ya estaban bien arraigadas en la tierra antes de que a Vladimir Putin se le ocurriera terminar con todo atisbo de independencia y democracia en lo que fue la órbita de la ex Unión Soviética. La inflación estaba en aumento debido a la demanda reprimida por la pandemia, que también provocó cuellos de botella en la cadena de suministro, agotó los recursos fiscales y agravó la pobreza y la desigualdad. Y en países que conviven con el aumento indiscriminado de precios desde hace años como Venezuela y Argentina, le dio un empuje más. En algunas regiones, los fenómenos meteorológicos extremos provocados por el cambio climático, como huracanes, sequías y heladas, ya habían empeorado la inseguridad alimentaria.
Esta guerra también se da entre dos grandes productores de alimentos a nivel global. Rusia y Ucrania suministran conjuntamente más de una cuarta parte del trigo mundial. Son, respectivamente, el mayor y el quinto exportador del mundo. La guerra cortó todos los envíos desde el Mar Negro. En lugar de producir granos, las tierras de Ucrania son ahora campos de batalla. Las exportaciones rusas, por su parte, se ven limitadas por las sanciones internacionales y las restricciones autoimpuestas para proteger el suministro interno. Y el trigo no es la única exportación clave de estos países. También venden grandes cantidades de maíz, soja, forraje y fertilizantes.
El trigo tiene el mismo efecto del combustible: el alza de sus precios lanza aumentos en cadena. La subida de la cotización del trigo -y por tanto del pan- provoca levantamientos desde tiempos bíblicos. Contribuyó, por ejemplo, a acelerar las revueltas de la Primavera Árabe de hace una década, lanzando múltiples guerras y revoluciones en Oriente Medio y el Norte de África. Un reciente análisis del banco holandés Rabobank proyectó que los precios mundiales del trigo y la cebada, que ya están inflados, podrían subir casi otro tercio. Una noticia devastadora para países como Egipto, que es el principal importador de trigo del mundo.
Tocar cualquier sector de la cadena productiva de alimentos es peligroso, enseguida afecta a toda la rueda. Cuando el gobierno de Sri Lanka, prohibió las importaciones de fertilizantes, a finales de 2021, provocó involuntariamente un colapso en la producción de alimentos. “Dentro de unos meses, la caída de las importaciones de fertilizantes y forrajes de Rusia y Ucrania podría tener un efecto similar”, escribe Frida Ghitis en el World Politics Review (WPR).
El caso egipcio es un muy buen ejemplo del dilema al que se enfrentan los gobiernos populistas en todo el mundo. Desde 1989, las panaderías subvencionadas ofrecen 20 piezas de aish baladi, un pan de pita glutinoso que es un alimento básico de la población, por una libra egipcia. En aquel entonces esa suma valía casi un dólar. Hoy equivale a unos seis céntimos, menos de una décima parte de lo que cuesta producir el pan. El Estado gasta 45.000 millones de libras (2.900 millones de dólares) al año para compensar la diferencia, más de la mitad de su factura total de subvenciones alimentarias. Ningún ministro de Economía de los sucesivos regímenes se atrevió a modificar este costoso sistema. El pan es la principal fuente de calorías para millones de árabes y, por tanto, una cuestión política explosiva. El entonces presidente Anwar Sadat trató de suprimir el subsidio en 1977; revocó su decisión a los pocos días tras los disturbios que fueron reprimidos a sangre y fuego por el ejército.
Situaciones similares se vivieron en otros países del norte y el Cuerno de África. La revolución etíope de 1974 se produjo tras una crisis del precio del petróleo. El aumento de los precios de los alimentos en 2008 y 2009 contribuyó a desencadenar las revueltas que llevaron al derrocamiento de Omar al-Bashir en Sudán en 2019. En Rabat, la capital marroquí, la policía antidisturbios ya está desplegada en las calles para prevenir las protestas programadas para esta semana por los incrementos en el precio de los alimentos. Varios gobiernos árabes y africanos se declararon prescindentes y se negaron a expresar su apoyo a ninguno de los bandos en el conflicto, argumentando que “no es nuestra guerra”. Pero no es una posición de independencia, es la consecuencia del miedo a quedarse sin los suministros que tanto necesitan. “La subida del precio del pan fue durante mucho tiempo el detonante de las revueltas en esta región y ésta no será una excepción”, escribió Amin Rboub, en L´Economiste de Casablanca.
Fadhila Rabhi, ministra de Comercio de Túnez, afirma que las baguettes subvencionadas que se venden a 190 millimes de dinar (cinco céntimos de dólar) ya cuestan 420 millimes de producción. El país tiene un déficit presupuestario de alrededor del 9% del PIB y los pagos anuales del servicio de la deuda rondan el mismo nivel. En Líbano, sumido desde 2019 en una crisis financiera, el precio de una bolsa de pan común ya había aumentado más de un 400% en los dos años anteriores a la guerra. Los principales silos de grano de Líbano fueron destruidos en una explosión en el puerto de Beirut en 2020, dejando al país en condiciones de almacenar sólo un mes de trigo. Allí también la inflación es galopante y el gobierno no puede continuar con los subsidios a una tercera parte de la población como lo viene haciendo hasta ahora.
En América Latina, la subida del precio del petróleo trae noticias agridulces. Por un lado, supone ingresos adicionales para los exportadores y por el otro, mayores costos para los importadores netos. Incluso los grandes productores de petróleo -Venezuela, México, Colombia y Guyana- tendrán que hacer frente a una inflación creciente y a unos presupuestos familiares reducidos. “En teoría, los ingresos adicionales del petróleo podrían ayudar a reducir el golpe que provoca la guerra, pero la corrupción y la ineficacia harán casi imposible neutralizar totalmente el impacto de la inflación”, escribió The Economist.
Argentina, que acaba de renegociar su deuda con el Fondo Monetario Internacional por el que está obligada a reducir el déficit eterno que padece, esta semana acordó con Bolivia y Brasil que recibirá una cuota adicional de gas para paliar el faltante y el aumento del costo del gas licuado. El país convive con una inflación muy alta desde hace 50 años. Pero ahora está al borde de una hiperinflación con un aumento mensual del 5/6%. El gobierno de Alberto Fernández, acosado por una feroz interna dentro de su propia coalición de gobierno, tendrá que ajustar la enorme cantidad de subsidios que reparte para calmar las protestas del 50% de la población que vive bajo la pobreza. El país produce trigo y en teoría no debería faltar para el consumo interno, pero las altísimas tasas de impuestos, las trabas a la exportación y el centralismo en la producción de soja pueden producir escasez y mayores padecimientos para las capas populares. Fernández trato de culpar a la guerra en Ucrania por el último empuje de la inflación, pero la realidad es que se trata de un fenómeno residual ahora desbocado y que viene de mucho antes de que se desatar el conflicto. Solo que, ahora, la invasión golpeará al país aún más.
Las naciones más ricas, como Estados Unidos, Canadá, Japón y las de Europa Central, no tendrán los problemas que ya asuelan las zonas más pobres del planeta. Sin embargo, “la guerra ha aumentado la posibilidad de que se inicie una recesión en Occidente”, como explicó el economista Daniel McDowell en un artículo del WPR publicado hace dos semanas. Incluso con un fuerte apoyo popular a sus sanciones económicas contra Rusia, los líderes políticos de los países ricos sufrirán las consecuencias de una mayor inflación, una posible reducción del nivel de vida y un menor crecimiento si se produce la recesión. Ya en Estados Unidos, los votantes sitúan la inflación como una de las principales preocupaciones, y es poco probable que el presidente Joe Biden pueda librarse de las consecuencias políticas simplemente poniéndose firme frente a Putin y las atrocidades que están cometiendo los soldados rusos.
En Europa, donde los precios del gas destinado a la calefacción –que provenía hasta ahora en su gran mayoría de Rusia- se están disparando, es probable que se produzca un fenómeno similar, que vuelque a los electorados hacia los partidos de la oposición y de los líderes de la extrema izquierda y la extrema derecha. Francia está hoy en peligro de que el ahora líder europeo más destacado, Emanuel Macron, vea tambalear su reelección más allá de que el grueso de los franceses apoye las sanciones contra Rusia.
“Claro que estos escenarios catastróficos y el tsunami que los provoca se podrían mitigar con una coordinación global para aumentar el apoyo alimentario y la ayuda económica a los países más pobres, y con un aumento en la producción por parte de los países exportadores de la OPEP”, apunta la analista Frida Ghitis. Algo que por ahora no tiene visos de suceder. Aunque Putin está logrando algunos milagros –la increíble resistencia ucraniana, el sólido apoyo armamentístico de Occidente, el desplazamiento de la pandemia de los titulares de todo el mundo, etc.- y aún podría hacer que se unan las voluntades, hasta ahora tan incompatibles, y el mundo pueda amortiguar los gravísimos daños que que él está provocando.
//FUENTE: INFOBAE//