CARLOS ARMANDO CARDOZO
La elección del nuevo Defensor del Pueblo ha pasado por sendas tan variopintas y diversas como sus postulantes: ex dirigentes sociales, personajes extravagantes hasta heroínas depositarias de la confianza de la gente en especial por su rechazo férreo a la institucionalidad del Estado.
Sin embargo, siendo algo más crítico, valdría la pena reflexionar del porqué de una instancia pública como la oficina del Defensor del Pueblo. Para iniciar, muchos políticos manejan la idea que el Estado no es más que la concentración de toda la población en general, un ente representante de esa sociedad que delega en sus legisladores, jueces y todo cargo electivo la responsabilidad de velar por sus intereses. La famosa construcción vertical donde el Estado simplemente escucha y reacciona en respuesta al clamor de sus representados, es decir la población general en su conjunto.
Si ese fuese el caso, ¿Cuál la necesidad de que exista una oficina que defienda a la población general frente al propio Estado? ¿Acaso este no se maneja a partir de la democrática dinámica de los movimientos sociales? La pluralidad es capaz de engendrar actos que puedan atentar contra los propios “gobernados” o representados a través de políticas públicas o faltas u omisiones en la dotación de servicios públicos como la justicia que puede actuar en desmedro del interés individual.
Queda claro que si el Estado debe tener un contrapeso, que depende directamente de este, para contrarrestar cualquier tentación de imponerse sobre sus gobernados, este por definición es coercitivo, y puede ejercer el monopolio de la violencia (policía, fuerzas armadas) para velar por el bien común (definido o entendido en los términos de los gobernantes) para proyectar un horizonte de desarrollo y crecimiento planificado centralmente (nuevamente definido o entendido en la lógica de los gobernantes).
Ahí radica el problema, acaso no es un simple “placebo” que da la sensación de resguardo o equilibrio al ciudadano incauto que, a pesar de mostrar cierto conformismo con el tipo de democracia reinante en el país, prefiere tener una instancia en previsión a sufrir algún tipo de violencia por parte de su propio Estado. Incluso a sabiendas de que el Estado cubre las expensas y costos de funcionamiento, sueldos y salarios del Defensor del Pueblo y sus representantes locales.
El anarquismo de María Galindo al romper los documentos de su postulación como acto simbólico en rechazo al manoseo político, no solo en la elección del Defensor del Pueblo, sino también al ingreso a las Escuela Nacional de la Policía Boliviana, los exámenes a la residencia médica y otros concursos de méritos donde la discrecionalidad del proceso deja mucho que desear, es una respuesta perfectamente coherente que ratifica el punto. Si el Estado ostenta el poder político y el monopolio de la violencia, es ingenuo pensar que este decida ceder dicho poder para que otra instancia pueda exigir el cese de hostilidades en desventaja sobre el individuo que es en realidad la presa fácil en este perverso juego de dominio.
Esto se ratifica cuando los políticos, enquistados en el Estado, pueden definir si en el país alguien se puede o no se puede definir como mestizo, es decir se reconocen 36 naciones indígenas determinadas por los ideólogos de lo imposible, ellos. El punto es que la construcción de la imagen nacional a partir de cada uno de sus individuos es tuición estricta del Estado, yo podría no tener cercanía alguna con ninguna de las 36 naciones indígenas y tampoco con su opuesto blanco europeo (“kara”) sin embargo la violencia lógica toma en cuenta a partir de un Censo que Bolivia es un país de mayorías indígenas, por defecto mi bienestar esta condicionada a los vaivenes de esas mayorías reconocidas por los ojos privilegiados de los políticos en función de poder. Macabro desde todo punto de vista, ya que no solamente pueden imponer intereses sectoriales sobre los del individuo a título de reivindicación histórica, sino que a los ojos del propio Estado es perfectamente válido y legal.
La agresividad del Estado es inherente a su estructura independientemente si este fuera administrado por Ángeles o seres de luz de civilizaciones más evolucionadas. El mal, la violencia y el ejercicio del poder hacen que oficinas como las del Defensor del Pueblo tengan un propósito para existir, por definición para interpelar los excesos de un ente que es por definición violento y agresivo.
CARLOS ARMANDO CARDOZO LOZADA
Economista, Máster en Desarrollo Sostenible y Cambio Climático, Presidente de la Fundación Lozanía
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