A menudo, especialmente por sectores del estatismo de izquierdas, aunque también en el de derechas, escuchamos afirmaciones contra los liberales como: ‘no seas egoísta, los impuestos son necesarios para mantener los servicios públicos’ o ‘quién no contribuye al Estado muestra su poca solidaridad’. Estas afirmaciones no pueden estar más lejos de la realidad; sin embargo, plantearse la solidaridad del Estado acarrea un problema moral a sus defensores, principalmente porque con casi total seguridad encontrarán contradicción en ello.
También he observado que se suele afirmar que el sistema cada vez es más ‘individualista’. Bueno, afirmar eso sí que se trata de un error, el término correcto sería decir egoísta y aislacionista. Y no, no hablo de aislacionismo económico, hablo de un aislacionismo social, promovido directamente desde el Estado y que pretende destruir toda relación social para sustituirla por él. A lo largo de este artículo trataré de demostrarlo con unos ejemplos históricos y que estoy seguro de que todo el mundo entenderá e incluso habrá vivido.
La falsa solidaridad
Si nos ceñimos por el significado que otorga la RAE a solidaridad, ‘adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros’, podría interpretarse que el Estado es esa adhesión a la causa de otros. Pero hay que hacer hincapié en una parte de la definición, y es la de circunstancial. Sinónimos de circunstancial son ocasional, eventual, accidental o anecdóticos. Por tanto, hemos de entender que la solidaridad es un acto que se da de una manera no perpetua en el tiempo. El Estado nos mantiene en esa ‘solidaridad’ desde que nacemos, hasta después de muertos, pues al nacer los impuestos que se derivan de nuestra actividad vital son pagados por nuestros progenitores y después de morir el Estado seguirá buscando recibir dinero de la propiedad que nosotros hemos dejado en herencia, véase el impuesto de sucesiones.
Pero hay algo donde la gente que suele afirmar que el Estado es solidaridad, prefiere no entrar. Éticamente, la solidaridad es un acto voluntario y donde no se espera recompensa a cambio. Yo sé, que ni usted ni yo pagamos impuestos de manera voluntaria, y de hacerlo, tampoco me dejan elegir la cantidad y a qué quiero dedicarlo. De hecho, posiblemente, si usted confía en el Estado, estará esperando ansioso su recompensa por su inmensa solidaridad, ¿o es que usted cotiza para renunciar a su pensión? ¿No pretende ser atendido en un hospital público? De hecho, a menudo se suele hablar de sanidad pública y gratuita, si le cobrarán a usted por ir de forma directa (porque cobrarle ya le cobran), pero a otra persona que recibe sus impuestos no, se quejaría, ¿verdad? ¿Estaría usted de acuerdo en que los voluntarios de organizaciones de solidaridad cobraran cuando es voluntario y un acto de solidaridad? Quiero imaginar que usted ha respondido que no, por tanto, ¿por qué debe cobrar un funcionario? Si supuestamente pertenece a una organización de solidaridad.
Algo debemos tener claro: el Estado no es una forma de solidaridad, pues no es voluntaria, no se adhiere a la causa de otro, de forma consciente y se espera una compensación, o al menos no se les pasa por la cabeza a los ‘solidarios’ renunciar a ella. De hecho, tampoco contiene el componente de la empatía, pues no se sabe a quién llega ese dinero y, por tanto, uno no puede ponerse en la posición del otro. Me aventuro a decir, no solo que el Estado no es solidaridad, sino que este es un elemento que la destruye, un obstáculo y el mayor ejemplo de egoísmo o, por lo menos, de infantilización.
La destrucción de la solidaridad y las relaciones sociales
Algo a destacar de la forma de contribución al Estado, es la absoluta despersonalización que se hace la forma de recaudación es cobrarle a un simple número (ciudadano) y gastar ese dinero de forma indiscriminada sin capacidad de saber de manera exacta quién recibe ese dinero extraído y para qué. A partir de eso, comienza todo el proceso.
Se me podrá tachar de malpensado, pero creo que la situación no es para menos. Ya mencioné en algún artículo anterior que me gusta hablar con ejemplos, en este caso será breve pero muy claro. El Estado es la novia tóxica, esa que poco a poco va ocupando más tiempo en tu vida y te incita a abandonar a tus amigos. ¿Qué cómo lo consigue? Pues de manera muy sencilla: va supliendo esas necesidades que podrías sentir en tus amigos y poco a poco va diciendo que son todos malísimos.
El Estado, poco a poco, va acaparando más espacios. Con la premisa de un bienestar social, en realidad hay camuflada una intención de control absoluto y desarraigo a todo grupo al que pertenezcamos o, al menos, minusvalorarlos. No se trata de una casualidad que los modelos de construcción de vivienda cada vez se hagan más desalmados, con escasez de comercio, zonas comunes y centrándose en modelos de baja densidad. Mucha gente culpa al mercado, pero se nos olvida que quienes realizan los planes de expansión urbanística son los burócratas del Estado, sí, esos pertenecientes a la red de solidaridad, pero que viven a cuerpo rey.
Otro ejemplo más, aparte de los modelos de vivienda, es el desarraigo a la familia y la comunidad local. Un ejemplo puede ser esa despersonalización de la verdadera solidaridad. En un caso de necesidad médica, en un tiempo pasado podríamos acudir a nuestros vecinos o familiares en primera instancia para solicitar esa ayuda económica. Pero no me quedo solo en la alternativa de vecinos o familiares, recordemos aquellas sociedades de ayuda mutua, o los propios sindicatos. Ambas alternativas han quedado totalmente arrasadas por el Estado, mediante una solidaridad, que no es solidaridad, que es extracción forzada de recursos y una distribución dictatorial de los bienes.
Quien niegue que los sindicatos o las sociedades de ayuda mutua aportan o han aportado a la solidaridad, creo que no puedo hacer más que mandarle a comienzos del siglo XX, donde estas entidades, mucho más cercanas a la persona y, sobre todo, voluntarias, eran capaces de sacar a miles de personas de apuros, servir como forma de cooperación. Ahora los sindicatos están comprados por los gobiernos o los burócratas. Quién niegue esto, creo que no tiene nada más que ver quienes dan mítines junto a ellos, cuando protestan o para qué protestan. Ya ni hablar de las sociedades de ayuda mutua, totalmente desaparecidas y sustituidas por Organizaciones No Gubernamentales, que resultan ser más gubernamentales que el propio gobierno.
El Estado no sólo entra en eliminar la necesidad económica, sino en cualquier otra. Si quieres educarte, tus padres dan igual, ya está el Estado para imponer mediante un modelo de titulaciones su modelo y su educación. Si quieres realizar una donación, ya está el Estado para cobrarte un impuesto y desincentivar, ¿solidaridad verdadera? ¡Bah!, puras cosas capitalistas y neoliberales. Si quieres ayudar a la sociedad con la creación de medicamentos, quieto parao, no vayas a hacer algo que optimice los recursos, haga más barato el acceso a un tratamiento y el Estado deje de tener ese endiosamiento. Pero sí, que el Estado ostente prácticamente el monopolio sanitario a través de los permisos, gestión pública y patentes, es darle el papel que tenía Dios hace 200 años, rezarle para curarnos, aceptar el robo si quieres vivir.
Cuidado, que algo me dirá que, si no me gusta esta solidaridad, me vaya. Claro, si me quiero ir, tendré que ir a otra entidad de solidaridad donde, quizá, en vez de gastarlo en prostitutas y cocaína o unas pensiones insostenibles, se gaste en armar a la gente hasta los dientes para causar las mayores muertes posibles. Porque como todos sabemos, el Estado no solo es solidario, sino una máquina de matar, pero eh, solidariamente. Se me olvidaba de añadir que, para irme; aun así, tendré que hacer un último aporte a su infinita solidaridad.
¿Egoísmo? El suyo
Termino con una reflexión. Cuando un niño pequeño le roba a otro niño un balón, lo hace porque tiene una necesidad y normalmente se le dice que devuelva el balón y que simplemente le pida que se lo preste, apelando al otro niño a que lo haga. Debe ser que, cuando cumplimos cierta edad, nos convertimos en niños a los que hay que obligar a compartir.
Si de verdad todos los que se llenan la boca de que hay que ser solidarios, lo fueran de verdad, no necesitaríamos de un Estado para aportar una sanidad, educación o prestaciones a los más desfavorecidos. El problema es que verdaderamente esas personas son egoístas. Y como dice el refrán, cree el ladrón que todos son de su condición.
Llegará un momento en que el Estado cree un plan para caminar, no sepamos hacerlo porque se lo haya atribuido él y nuestros padres sean menospreciados por enseñarnos y digamos que el Estado es solidario por enseñarnos a caminar.
Dios y la Iglesia representaban un nicho donde sentirse acompañado o acudir cuando las cosas iban mal. Ahora ese Dios, es el Estado para una gran parte de la sociedad. Pero me equivoco al definirlo como Dios. Es ese maligno que destruye familias, ese maligno que extermina a aquel que quiere escapar a su poder, ese maligno que quiere hacerte dependiente de él, haciéndote creer que es el único y bondadoso. Ese maligno que es ineficaz, como se vió en Valencia y al cuál podemos derrotar, volviendo a lo que durante mucho tiempo practicaron nuestros antepasados y funcionó: el acto voluntario de la caridad y el amor al prójimo.
- Por: Octavio Palomar Yáñez para Instituto Juan de Mariana