El riesgo del caudillismo disfrazado de libertad

En Bolivia, como en muchos otros países de América Latina, el liberalismo está viviendo una peligrosa paradoja: mientras crece el descontento popular con el estatismo, la inflación, la corrupción y el fracaso del modelo socialista, también surgen, bajo la etiqueta de “liberal”, personajes y movimientos que poco tienen que ver con los principios de una sociedad libre. Se trata de un fenómeno cada vez más visible: este pseudo-liberalismo es un populismo de mercado con rostro nuevo, pero con los mismos vicios del viejo caudillismo.

A diferencia de tradiciones políticas consolidadas como el liberalismo clásico anglosajón o el liberalismo doctrinario europeo del siglo XIX, Bolivia carece de una historia institucional robusta que abrace y defienda las ideas de la libertad individual, la propiedad privada y el gobierno limitado. Por ejemplo, podemos observar la tradición liberal argentina durante el periodo de la Constitución de Alberdi, desde 1853 hasta 1930. Esta carencia ha dejado espacio para que el discurso liberal sea capturado por oportunistas, que adaptan algunas frases de Friedman, Mises o Hayek a eslóganes de campaña, pero que en su práctica reproducen formas intolerantes, centralistas y mesiánicas.

El liberalismo, el que defendieron pensadores como Ludwig von Mises, Friedrich Hayek o Juan Bautista Alberdi, se basa en principios, no en carismas personales. Su esencia es el respeto a la libertad del individuo, la protección de los derechos de propiedad y la defensa de un orden espontáneo el cual es un sistema social que emerge de la libre interacción de los individuos en lugar de ser diseñado desde arriba. Como explicó Hayek en su famoso artículo “Uso del conocimiento en la sociedad”, este orden no necesita de una planificación central, sino de normas generales que permitan la cooperación voluntaria y el funcionamiento armónico del libre mercado.

Desde la Escuela Austríaca de Economía, especialmente en las obras de Mises y Hayek, se advierte sobre el peligro de creer que los problemas sociales se resuelven con soluciones impuestas desde arriba, por líderes que se creen iluminados. Este mesianismo político, frecuentemente de izquierda, siempre conduce al mismo final: concentración de poder, pérdida de libertades y fracaso institucional.

En Bolivia, tras décadas de estatismo, nacionalizaciones y dependencia del rentismo extractivista, el terreno quedó abonado para que surjan “salvadores de la patria” con discursos disruptivos. Pero sin una tradición liberal auténtica que los contenga, el riesgo es que estas figuras repliquen las mismas prácticas de manipulación emocional, personalismo autoritario y desprecio por la institucionalidad que antes criticaban. Así, solo cambiará el relato, pero no la estructura de poder.

Uno de los errores más comunes del pseudo-liberalismo es reducir el ideario liberal a una serie de políticas económicas superficiales, como bajar impuestos, privatizar algunas empresas o desregular parcialmente sectores. Pero el liberalismo no es un recetario tecnocrático cortoplacista ni una campaña de marketing político. Es una visión integral del orden social, fundada en la dignidad del individuo, el imperio de la ley y la responsabilidad personal.

Cuando el liberalismo es apropiado por caudillos sin formación doctrinaria, se transforma en una caricatura: puede hablarse de libre mercado mientras se concentran poderes, se excluye al disidente o se ignoran los principios de la democracia liberal. La libertad se vuelve entonces una excusa para imponer una nueva hegemonía, no una meta compartida.

Y la mayor tragedia del pseudo-liberalismo no es su fracaso práctico, sino su daño simbólico. Porque cuando estos proyectos colapsan o traicionan sus promesas, el público no culpa al caudillo, sino a la palabra “libertad”. Se termina asociando el liberalismo con el caos, la improvisación o el elitismo, cuando en realidad es el sistema que más ha hecho por sacar a millones de personas de la pobreza y proteger los derechos humanos fundamentales.

En Bolivia, esta confusión amenaza con retrasar aún más la posibilidad de construir una alternativa real al socialismo. Si no se corrige a tiempo, la próxima generación de bolivianos podría rechazar el liberalismo sin haberlo conocido realmente, porque lo confundirán con las versiones distorsionadas que vieron en escena.

Como recomendación, la solución no pasa por buscar un nuevo caudillo, más simpático o más preparado. Pasa por formar una generación de liberales con convicción, doctrina y carácter republicano. Liberales que entiendan que las ideas importan, que sin instituciones no hay libertad duradera, y que la política debe estar al servicio de la libertad, no al revés.

Esto requiere espacios de formación, lectura, debate y compromiso. Se necesita estudiar a Locke, Menger, Bastiat, Alberdi, Hoppe, pero también construir redes políticas y sociales que defiendan el orden constitucional, los límites al poder y los valores de una sociedad libre.

El liberalismo no necesita mesías, necesita ciudadanos conscientes. La historia enseña que los pueblos no se liberan con discursos grandilocuentes ni con figuras providenciales, sino con instituciones fuertes y principios sólidos. En Bolivia, la lucha por la libertad será estéril si no superamos la tentación del caudillo “liberal” y comenzamos a construir una cultura de la libertad con bases firmes, no con castillos de humo.

  • » Solamente una actividad a nivel teórico que siga siempre y a rajatabla estas prescripciones puede evitar el riesgo más peligroso de toda estrategia liberal, y que no es otro que el de caer en el pragmatismo político del día a día olvidando, ante los afanes y dificultades que agobian al que tiene que tomar decisiones políticas a corto plazo, cuáles son los objetivos últimos que se deberían conseguir, en virtud de la supuesta imposibilidad política de su logro».

— Jesus Huerta de Soto