Hay cosas que solo se entienden cuando se han vivido. El amor y el poder son dos de ellas. Puedes leer sobre el amor, puedes analizar el poder, pero hasta que no hayas amado o gobernado, no sabes nada. Porque el amor es una dictadura disfrazada de promesas, y el poder es un romance con el destino. Ambos te exigen, te desgastan, te elevan y te destruyen.
Charles Bukowski decía que para hablar del amor hay que haber estado enamorado o con el corazón roto. Y lo mismo pasa con el poder: solo lo entienden los que lo han tenido o los que lo han perdido. El amor y el poder son espejismos que nos embriagan, que nos hacen sentir invencibles, que nos prometen ser eternos. Pero ninguno de los dos lo es. Y cuando se van, te dejan el mismo vacío: el hueco de haber sido alguien y, de pronto, no ser nada.
El amor manda. El poder seduce. Ambos envenenan.
Nos han dicho que el amor es libertad, pero no hay peor mentira. Amar es depender, es entregarse, es permitir que alguien más tenga el poder de hacerte feliz o de destruirte. ¿Cuántas decisiones hemos tomado por amor? ¿Cuántas veces nos hemos traicionado a nosotros mismos en nombre de alguien más? Amar es entregarle las llaves de tu mente a otra persona y rezar para que no las use en tu contra.
Pero el poder no es distinto. Nos han dicho que el poder da control, que es la máxima expresión de la voluntad. Otra mentira. El que tiene poder no gobierna, es gobernado por su propio deseo de no perderlo. El amor te ata a alguien. El poder te ata a todos.
Al final, amor y poder son lo mismo: dos fuerzas que nos sacan de nosotros mismos y nos convierten en esclavos de algo más grande. Nos hacen sentir dioses, pero en el fondo nos reducen a juguetes de su capricho.
¿Y qué pasa cuando se van?
Amar es sentir que todo tiene sentido. Perder el amor es sentir que nada lo tiene. El poder hace lo mismo. Un político caído, un rey destronado, un general sin ejército, sienten la misma orfandad que el enamorado abandonado. Porque cuando tienes poder, las puertas se abren, la gente sonríe, el mundo gira a tu favor. Y cuando lo pierdes, es como si el sol se apagara y nadie recordara tu nombre.
Los viejos dictadores terminan solos, mirando al vacío, preguntándose si todo valió la pena. Los amantes abandonados hacen lo mismo. Ambos se preguntan: ¿qué queda de mí, si ya no tengo lo que me definía?
¿Vale la pena luchar por ellos?
Dicen que el amor mueve el mundo. Dicen que el poder lo domina. Pero ninguno se queda. Ambos se desgastan. Ambos traicionan. Y sin embargo, seguimos persiguiéndolos, porque la vida sin amor es insípida y la vida sin poder es intrascendente.
Tal vez la respuesta no es renunciar a ellos, sino entender que no nos pertenecen. Que son aves de paso. Que no hay amor eterno ni poder absoluto. Que aferrarse a ellos es como intentar atrapar arena con los dedos.
Quizá la clave no está en preguntarnos si vale la pena amar o gobernar. Tal vez la verdadera pregunta es: ¿Estamos listos para perderlos?
- SERGIO PÉREZ PAREDES
- Coordinador de Estudiantes por la Libertad en La Paz, con estudios de posgrado en Historia de las ideas políticas y Estructura de discursos electorales.
- *NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21