¿Qué es el control de precios?
Por definición y de manera objetiva el control de precios no es más que una supuesta medida correctiva del Estado frente a un fallo del mercado, el cual a su vez es provocado por un fallo del propio Estado. Es una receta para combatir la inflación, pero a costa de reducir, desincentivar, empeorar la producción de bienes; de incrementar la demanda ante la amenaza de escasez, de propiciar la creación de mercados negros y de acelerar el desastre económico. Para cuando se superan sus efectos iniciales, sobrevenga lo peor, lo más doloroso del proceso: el alza de precios a niveles estratosféricos e inalcanzables para las personas con los ingresos más bajos.
Esta medida desvía la atención del evidente gasto e inversión pública excesivos, del subsidio exacerbado que pretende garantizar pan para hoy, pero hambre para mañana. Que además exigen una mayor recaudación y carga tributaria, una devaluación monetaria que se impone forzando los precios y manteniendo congelados los ingresos salariales, ampliando la dependencia de la población hacia el Partido-Gobierno-Estado.
Esta forma de hacer gestión pública, culmina su tarea de destrucción en nombre de la “justicia social”, logrando reducir y erosionando el poder adquisitivo de todos, empeorando la calidad de vida y exacerbando aún más la pobreza de la que pretende sacar a la población. Produciendo desabastecimiento, aniquilando la generación de riqueza; enfocándose en tratar los síntomas, no la causa del problema, que se reitera es la inflación monetaria.
El control de precios, en la debida aclaración, para que no se entienda algún tinte partidista, no es una característica propia ni exclusiva de ningún régimen de corte socialista, o capitalista, de ningún régimen socialdemócrata, dictatorial, conservador, de derecha o de izquierda. Lo es de cualquier gobierno empecinado en destruir la economía bajo pleno conocimiento y convicción de lo que hace.
Las experiencias no permiten mentir o falsear la evidencia: Diocleciano y su fracasado “Edicto sobre Precios Máximos” (301 d.C.); los reinos feudales de Inglaterra y sus “Cartas de Feria”; la Revolución Francesa con su absurda “Ley del Máximo” (1793); la Unión Soviética y su Comité de Control de Precios, (1920 – 1980); la Alemania Nazi y su Ministerio de Economía del Reich (1936); la República Popular China y el Comité Estatal de Planificación – precursor de la actual Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma; los Estados Unidos durante la administración Nixon (1971-1974); Chile durante el Gobierno de Salvador Allende, (1970-1973); Argentina (1940-1980 y hasta el 2023); la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, (1999-presente).
Siempre con la imperiosa necesidad de querer creer que, “ahora sí funcionará esto aquí”; y siguiendo una hoja de ruta que reduce todo a una economía de guerra, donde el productor y el comercializador son los enemigos que hay que combatir. Porque “su interés es mezquino, egoísta, extractivo, expoliante y explotador del proletariado de los recursos que son del Estado, del Pueblo y de los pobres.
En esta lucha, y para lograr ponerle el pie en el cuello al empresario, comerciante, productor o inversionista, el Partido-Gobierno-Estado se vale del ejercicio del verdadero y único monopolio existente, el de la coerción violenta guiada mediante actuaciones policiales a cargo de un funcionario designado a dedo, financiado con los impuestos de todos; para que persiga como un matón a sueldo revestido además con la bendición de la Ley.
¿Cuál Ley?
El Artículo 306.V de la Constitución Política, dice que el Estado tiene que “asegurar el desarrollo, mediante la redistribución equitativa de los excedentes económicos”, pudiendo, conforme al Artículo 311.4, “intervenir, en toda la cadena productiva de los sectores estratégicos con el objetivo de garantizar su abastecimiento y preservar la calidad de vida de todos los bolivianos” (sic!). Aspecto que se encuentra en concordancia con la “garantía de seguridad alimentaria” establecida en el Artículo 16 de la misma Constitución.
Asimismo, por cumplimiento del Artículo 56. “garantizando el derecho a la propiedad privada, siempre que esta cumpla una función social”. Y estableciendo que “el uso de dicha propiedad no debe ser perjudicial al interés colectivo”. Subráyese y dese énfasis a: “intervenir”, “función social” y “perjudicial al interés colectivo”.
Por su parte, la ley N° 1613, del Presupuesto General del Estado – Gestión 2025. Disposición Séptima, establece que: “Con la finalidad de garantizar la disponibilidad y abastecimiento de alimentos esenciales, se faculta a las entidades competentes, activar acciones de control, fiscalización, confiscación y/o decomiso de productos, a los actores de comercialización de alimentos, que almacenen o retengan y/o pretendan encarecer los precios de los mismos”. Subráyese y dese énfasis a: “fiscalización”, “confiscación” y “decomiso de productos y alimentos comercializados”.
Por otra parte, la Ley 453 “Ley general de los derechos de usuarios y consumidores”, señala en su Artículo 12 que: “todo proveedor de productos alimenticios declarados de primera necesidad o que formen parte de la canasta básica familiar, tienen la obligación de ser suministrados a precio justo”(sic!).
¿Quién determina “el precio justo”?
No es el mercado por cierto, es el Partido-Gobierno-Estado, y puede en aplicación del Artículo 226 del Código Penal, – en presunción de culpabilidad – peticionar la imposición de una pena privativa de libertad tanto a productores como comercializadores, de seis meses a tres años, o hasta cuatro años si “acaparasen” o cometiesen “agio” sobre los alimentos esenciales. También con las facultades de intervención en caso de que la producción no cumpla con la función social, que perjudiquen al interés colectivo y que requieran su confiscación o decomiso, porque estarían buscando “artificialmente la elevación de precios” (sic!).
La pregunta de rigor: ¿habrá sabido algo de economía el redactor del Código Penal de 1972 para no enterarse que el incremento de precios naturalmente se produce por la inflación? ¿Y que no existe ninguna necesidad de buscar elevación artificial de los precios, cuando hay un libre mercado con miles de oferentes, comerciantes o vendedores de alimentos?
Estamos pues ante un inminente negacionismo que puede utilizarse y se está utilizando jurídicamente, en una absoluta miopía patológica que impide reconocer, en primer lugar, que el “precio justo”, no existe más que en los libros de unicornios que defecan arcoíris. Que lo que existen son costos de producción, costos de operaciones y de comercialización, los cuales no se rigen por Decreto, por Ley, por la Constitución Política, por la Declaración de los Derechos Humanos o por mandato de la Divina Providencia.
En segundo lugar, porque lo que en el fondo existe son formas de regulación del mercado que se miden inexorablemente por la oferta y la demanda, cuya máxima expresión como lo es “el metro”, es el precio, y que así debe ser para garantizar la estabilidad de lo que venderemos y compraremos, de lo que produciremos y de lo que consumiremos.
Lo contrario, es solo un juego perverso que como consecuencia de una inflación provocada por el ente emisor monetario, termina alimentándose de su propia fuerza como un resorte, que al liberarse ocasiona una fractura expuesta de toda la economía. Afirmar lo contrario, además de un acto negacionista, solo conduce a una acelerada caída por una pendiente resbaladiza y con los ojos vendados, en la receta perfecta de como destruir la economía para dummies.
Siendo motivo imperativo ahora que es año electoral, exigir que cualquier Plan de Gobierno contemple antes que nada la derogación de la Constitución Política del Estado, para eliminar estos dislates pseudo económicos, ideologizados. Ingredientes favoritos de todos los regímenes totalitarios populistas -, que toman como piedra de toque el intervencionismo, la confiscación, el decomiso, la expropiación y la cárcel en nombre de la seguridad alimentaria, del precio justo, del interés público, de la economía planificada centralista.
Tiene que abrogarse también toda legislación intervencionista que afecte a la sociedad y al individuo en sus formas de relacionamiento a través del mercado, retirando también esas facultades que los gobernantes se otorgaron a sí mismos, para imponer controles de precios, incluyendo el control del precio al dólar (con el tipo de cambio oficial), a la producción y a la comercialización de alimentos.
Thomas Jefferson decía que el precio de la libertad es la permanente vigilancia. La vigilancia no al imperialismo británico que podía regresar a América, sino a todo gobernante que elegimos para que no se atreva a querer regir sobre nuestras vidas, sobre nuestro patrimonio y sobre nuestras relaciones sociales tales como el mercado.
Ningún gobierno puede impedir el ejercicio de los derechos que de los frutos dimanan del trabajo, como tampoco puede regir sobre los actos de disposición necesarios para la generación de riqueza, ya sea de forma productiva o comercial, en conformidad con la satisfacción de las necesidades que el mercado determina por su demanda para beneficio del interés individual —sustrato esencial de la sociedad—, y para la satisfacción de las necesidades sociales que solo se pueden alcanzar cuando existe libertad.
El control de precios por lo tanto, no es sino una sentencia del autoritarismo parasitante que emana desde un escritorio y que condena a la propia libertad; sentencia que como todo experimento fallido de la historia, al igual que los dinosaurios merece extinguirse para su exhibición como un fósil en el museo de la idiotez humana, por cierto construido a 200 kilómetros de Oruro.
En el mes del Estado Plurinacional, el ingreso es gratuito.
- JORGE ESPAÑA LARREA
- ABOGADO. SOCIÓLOGO
- *NDE: LOS TEXTOS REPRODUCIDOS EN ESTE ESPACIO DE OPINIÓN SON DE ABSOLUTA RESPONSABILIDAD DE SUS AUTORES Y NO COMPROMETEN LA LÍNEA EDITORIAL LIBERAL Y CONSERVADORA DE VISOR21