En Bolivia, el poder no es solo gobernar; es una constante guerra por el control. Desde la fundación de la República, la lucha política refleja más las fragilidades del Estado que una verdadera voluntad de construir una nación sólida. En vez de ser un medio para transformar, la política se ha convertido en un mecanismo que reproduce los mismos problemas que dice combatir.
Los liderazgos surgen con promesas de cambio, pero se ven atrapados en las mismas dinámicas de ambición y dominación. En Bolivia, el poder no se hereda ni se entrega: se pelea. Cada gobierno, lejos de enfocarse en combatir la pobreza o la desigualdad, ve a la oposición, al disenso e incluso al pueblo como sus principales enemigos. En lugar de priorizar las necesidades de la población, las élites políticas se concentran en mantener el control, mientras el país queda sumido en una eterna polarización.
La crisis política no es solo ideológica; es estructural. La incapacidad de la clase política para priorizar el bienestar colectivo ha llevado a una polarización extrema. Discursos radicales y confrontaciones públicas son utilizados para perpetuar el poder, mientras las demandas ciudadanas quedan relegadas a un segundo plano. En el fondo, esto revela un sistema que premia el conflicto y castiga el consenso, donde las prioridades reales de la población son utilizadas como simples herramientas retóricas para ganar votos.
A esto se suma una sociedad civil fragmentada que ha perdido la confianza en sus instituciones. La corrupción, el clientelismo y la manipulación de la justicia han erosionado el contrato social. La democracia, que debería garantizar la participación y el diálogo, se ha reducido a un ritual sin contenido real. La ciudadanía se encuentra atrapada entre gobiernos que prometen transformación y oposiciones que, lejos de ofrecer alternativas, se limitan a repetir viejas fórmulas.
El estancamiento político actual es evidente. Escándalos de corrupción, fracturas internas en los partidos y el uso de la justicia como herramienta política son solo síntomas de un sistema que parece condenado a repetirse. En este contexto, la palabra “cambio” se ha vaciado de significado, convertida en un eslogan más que en una realidad posible.
Pero, ¿hay salida? Quizás. Sin embargo, esta no vendrá de quienes hoy se disputan el poder como si fuera un botín. El cambio verdadero solo podrá surgir desde una ciudadanía activa que exija una política al servicio de las personas. La sociedad debe comprender que el poder no debe ser un fin en sí mismo, sino un medio para construir un país más inclusivo y equitativo. Necesitamos liderazgos que entiendan que gobernar no es dominar, sino servir; una visión que, lamentablemente, aún está ausente en la política boliviana.
Por ahora, Bolivia sigue atrapada en un ciclo de promesas incumplidas y discursos vacíos, donde el poder se persigue por intereses personales más que por el bienestar común. Es hora de que los ciudadanos reconozcan que la verdadera lucha no es entre partidos, sino contra las estructuras que perpetúan la desigualdad, la corrupción y el abuso. Romper este ciclo no será fácil, pero es el único camino hacia una Bolivia más justa, democrática y consciente de su potencial. Solo desde una ciudadanía unida y consciente de su rol podrá surgir el cambio que tanto necesita nuestra nación.
- SERGIO PÉREZ PAREDES
- Coordinador de Estudiantes por la Libertad en La Paz, con estudios de posgrado en Historia de las ideas políticas y Estructura de discursos electorales.
- *NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21