Bolivia se ha convertido en un preocupante epicentro del crimen transnacional, una amenaza grave para sus instituciones democráticas y la estabilidad regional. Aunque el tráfico de drogas suele ser el problema más visible, es solo un aspecto de una crisis más amplia. Este fenómeno debe analizarse a través de tres lentes interrelacionados: los actores y mecanismos que alimentan el crimen transnacional, los factores internos que facilitan estas redes y las repercusiones regionales y globales para la democracia y la seguridad.
El entramado del crimen en Bolivia ha contado desde el 2006 con la connivencia de altos niveles del gobierno. Acusaciones dentro del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido de Evo Morales, han implicado a funcionarios en el respaldo a operaciones criminales transnacionales. Este vínculo involucra a redes de organizaciones mexicanas, colombianas, brasileñas e incluso de Medio Oriente. Sus actividades ilícitas abarcan desde el narcotráfico hasta el lavado de dinero, consolidando a Bolivia como una pieza clave en la matriz global del crimen organizado.
Los productores locales de drogas han asumido un rol más destacado dentro de las cadenas de suministro internacionales, desplazando a intermediarios tradicionales y posicionando al país como un actor crucial en el ecosistema criminal sudamericano. Organizaciones extranjeras como el Primeiro Comando da Capital (PCC) de Brasil y el Cártel de Sinaloa de México operan en estrecha colaboración con actores locales, reforzando el papel de Bolivia en el tráfico de estupefacientes a nivel global.
Las alianzas estratégicas de Bolivia con regímenes autoritarios complican aún más este panorama. Con Cuba y Venezuela no se limitan a lo económico, sino que también incluyen cooperación ideológica y en seguridad. Los asesores cubanos han fortalecido los aparatos de inteligencia y represión del país, mientras que la influencia venezolana refuerza sus prácticas autoritarias. A su vez, China, el mayor inversor en Bolivia, ha consolidado su influencia a través de proyectos de infraestructura y desarrollo de litio, fomentando una dependencia económica que perpetúa dinámicas antidemocráticas. Además, acuerdos con Rusia en energía nuclear y minería subrayan los esfuerzos bolivianos por alinear sus intereses con los de Moscú para contrarrestar la influencia de Estados Unidos. Por último, los estrechos lazos con Irán, forjados desde 2006, incluyen visitas de alto nivel, acuerdos de seguridad y el uso de Bolivia como base logística para Hezbollah, disfrazado de iniciativas culturales.
En el ámbito interno, la crisis se agrava debido a un cúmulo de factores. Durante el gobierno de Morales, Bolivia experimentó un auge económico sin precedentes, impulsado por exportaciones de gas y minerales que generaron más de 60 mil millones de dólares. Sin embargo, esta bonanza fue mal gestionada. En lugar de invertir en educación, salud o creación de empleo, se financiaron empresas estatales ineficientes y proyectos plagados de corrupción, dejando al país mal preparado para enfrentar sus desafíos sociales y económicos.
El deterioro del estado de derecho también ha sido alarmante. La estructura de poder fragmentada, donde facciones vinculadas al narcotráfico eclipsan a las instituciones oficiales, ha permitido que las redes criminales operen como un sistema paralelo, socavando la economía formal. Los niveles de corrupción han alcanzado un punto crítico, erosionando la independencia judicial. Casos de alto perfil, como las extradiciones de Maximiliano Dávila y Omar Rojas, han revelado una complicidad sistémica. Mientras tanto, las violaciones a los derechos humanos son comunes, con más de 300 opositores políticos detenidos arbitrariamente, entre ellos la expresidente Jeanine Áñez.
La región del Chapare ilustra esta crisis de gobernanza. Como epicentro de la producción de cocaína dirigida a Europa y Estados Unidos, opera como un “estado dentro del estado”. Con infraestructura y aeropuertos que facilitan el comercio ilícito y una exclusión deliberada de las fuerzas del orden, las redes criminales han consolidado su control en la región.
Las repercusiones trascienden las fronteras de Bolivia, desestabilizando a países vecinos como Ecuador, Perú, Chile y Argentina. El alcance internacional de estas operaciones queda en evidencia con incautaciones como las 478 toneladas de cocaína interceptadas en España y las 500 toneladas en Argentina. Los flujos de tráfico de drogas, armas, oro, petróleo y personas exacerban la inseguridad regional.
El impacto ambiental y humanitario del crimen transnacional en Bolivia es devastador. Más de 500,000 hectáreas de bosque primario fueron destruidas en 2023, impulsadas por el cultivo de coca y la ganadería. La minería ilegal de oro contamina ríos con mercurio, mientras que la producción de cocaína envenena las vías fluviales con químicos tóxicos. La trata de personas y el tráfico de fauna silvestre, como jaguares vendidos en mercados asiáticos, contribuyen al desmantelamiento social y a la pérdida de biodiversidad.
El alineamiento de Bolivia con Irán y otros regímenes autoritarios refuerza su importancia estratégica en el hemisferio occidental. Su papel como centro logístico para el narcotráfico y su potencial conexión con actividades ilegales representan riesgos directos para la seguridad regional y la estabilidad global.
La democracia boliviana está bajo asedio, corroída por el crimen transnacional, la corrupción y la alineación con regímenes autoritarios. Abordar esta crisis requiere una acción internacional coordinada. Las instituciones regionales, como la Organización de Estados Americanos (OEA), deben fortalecerse para contrarrestar la influencia autoritaria. La cooperación transfronteriza en inteligencia debe ser prioritaria para desarticular las redes criminales. Además, se necesita un escrutinio más riguroso sobre los flujos financieros vinculados al crimen organizado y una renovada inversión en iniciativas antidrogas a nivel regional.
La preservación de la democracia en Bolivia no es solo un desafío local, sino un imperativo global. Si no se controla, el avance del autoritarismo y el crimen organizado amenaza no solo la estabilidad regional, sino también la seguridad internacional. Actuar ahora es crucial.
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