La Ley 348, promulgada en Bolivia para proteger a las mujeres y garantizar una vida libre de violencia, ha sido objeto de intensas críticas. Su propósito, indiscutiblemente necesario, es combatir la violencia de género en una sociedad que aún está lejos de erradicar esta problemática. Sin embargo, su aplicación ha generado cuestionamientos profundos sobre su relación con el principio de presunción de inocencia, un derecho fundamental consagrado en los artículos 116 y 117 de la Constitución Política del Estado, que garantiza que toda persona es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad mediante un proceso justo y debido.
Este principio es un pilar en la justicia boliviana; en la práctica, sin embargo, la aplicación de la Ley 348 parece, en muchos casos, socavar esta garantía. Uno de los aspectos más problemáticos de esta ley es la facilidad con la que se aplican medidas cautelares, como la detención preventiva, con frecuencia basada casi exclusivamente en la denuncia de la presunta víctima. En lugar de realizar una evaluación exhaustiva de las pruebas y los indicios, muchas veces se decide privar de libertad a los acusados sin un juicio previo ni una revisión meticulosa de los hechos. En algunos casos, el testimonio inicial de la presunta víctima es suficiente para que la autoridad competente imponga medidas restrictivas, lo que se traduce en decisiones basadas en evidencias preliminares y, en ocasiones, insuficientes para justificar una privación de libertad.
Esta realidad genera una presión adicional sobre el Ministerio Público y el aparato judicial, que deben intentar equilibrar la protección de las víctimas con el respeto a los derechos de los acusados. Sin embargo, en la práctica, el proceso se convierte en una carrera contrarreloj, donde parece primar la rapidez de las aprehensiones sobre la verificación rigurosa de las pruebas. Así, una vez presentada una denuncia, el Ministerio Público se lanza a una carrera frenética, emitiendo mandamientos de aprehensión y procediendo con la captura del acusado, quien rápidamente es conducido a declarar. Posteriormente, es trasladado a instalaciones policiales en espera de su audiencia de medidas cautelares.
En dicha audiencia, el Fiscal de Materia suele solicitar la medida cautelar más severa: detención preventiva en un penal, una medida que en muchos casos puede prolongarse de cuatro a seis meses mientras se realiza la investigación correspondiente. De nuevo, en un acto que parece desafiar la lógica de la justicia, el juez de instrucción concede la solicitud del fiscal, justificando la detención preventiva como una medida necesaria para investigar un presunto hecho delictivo. Resulta paradójico que, tras esta carrera inicial en la que el Ministerio Público actúa con tanta rapidez, el proceso de investigación luego se vuelva parsimonioso, como si toda esa urgencia inicial se diluyera, convirtiendo la investigación en un proceso lento y tedioso.
Mientras tanto, el acusado enfrenta una experiencia de profunda ansiedad, recluido en un entorno penitenciario que, lejos de inspirar justicia, lo sumerge en un ambiente de desesperación e incertidumbre. Para el Ministerio Público, un periodo de cuatro a seis meses puede parecer razonable para llevar a cabo una investigación exhaustiva y así determinar la responsabilidad del acusado; pero para quien enfrenta este encierro, ese tiempo puede ser un infierno interminable. El acusado recorre una y otra vez los estrechos y oscuros pasillos del recinto penitenciario, atrapado en la incertidumbre de no saber qué sucederá con su caso. Su rutina diaria está marcada por la convivencia con otros reclusos cuyas historias y cicatrices reflejan vidas truncadas, ya sea por decisiones desafortunadas o por sistemas de justicia deficientes.
Esta espera prolongada se convierte, en muchos casos, en un castigo anticipado. Para el imputado, su estancia en prisión puede ser una experiencia que, independientemente de su inocencia o culpabilidad final, le transforma de manera irreversible. Las condiciones de los penales, la falta de claridad en su proceso y la incertidumbre de su situación le sumergen en un abismo psicológico del cual probablemente no saldrá indemne. Este castigo previo a una sentencia definitiva afecta no solo a su persona, sino también a su dignidad y a su entorno familiar, quienes muchas veces sufren las consecuencias colaterales de un proceso judicial desgastante e incierto.
En este contexto, resulta crucial reflexionar sobre el balance entre la protección a las mujeres, que es fundamental y urgente, y la garantía de los derechos de quienes son acusados. La Ley 348 cumple un papel esencial en la defensa de las mujeres y en la lucha contra la violencia de género; su existencia es necesaria, pero su aplicación exige una revisión minuciosa que permita un equilibrio entre los derechos de la víctima y los derechos de la persona denunciada. Sin ese equilibrio, el sistema judicial boliviano corre el riesgo de convertirse en una maquinaria que, aunque busca proteger a las víctimas, podría también estar atropellando los derechos básicos de los acusados.
Revisar la implementación de la Ley 348 para asegurar que se respeten principios como la presunción de inocencia no significa, en ningún caso, retroceder en la protección de las mujeres. Al contrario, implica fortalecer la justicia para todos. Una sociedad verdaderamente justa es aquella en la que la protección de los vulnerables no implica despojar a otros de sus derechos fundamentales. Es tiempo de que el sistema boliviano se plantee si esta ley, tal como está, cumple con la misión de justicia que promete.
- BRAYAN SERGIO PÉREZ PAREDES
- Ingeniero comercial. Abogado. Teólogo. Docente de Pregrado y candidato a Magister en Educación Superior por Competencias.
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