Desde hace algunos meses la propuesta de incorporar una jornada de cuatro días, una vez más verticalmente y a golpe de decreto, va cogiendo fuerza. No ya sólo como una jugosa promesa electoral, sino como una realidad que puede llegar a materializarse en los próximos meses en la llamada Ley de la Conciliación.
Para sorpresa de muchos, un Partido Popular que atraviesa una grave crisis de identidad se ha sumado al carro de esta ley, si bien con ciertos matices. Mientras que desde el gobierno se propone que la jornada completa pase de las 40 a las 37,5 horas semanales, los populares aducen que lo coherente sería conservar el cómputo actual, pero distribuido en cuatro días. Es decir, que si bien el trabajador promedio pasaría a trabajar de lunes a jueves, su jornada ascendería de las ocho a las nueve o 10 horas.
Los puntos más cruciales de esta Ley de Conciliación propuesta por el PP implica, viva la redundancia, establecer la conciliación como una prioridad. Busca conseguirla a través de la financiación pública de escuelas infantiles. En cuanto a que la creación de políticas que mejoren la conciliación de la vida laboral y la vida familiar, puede resultar en una antecámara que preceda a la discusión de la jornada laboral de cuatro días.
«Diálogo social»
Pese a todo, una vez más nos encontramos con que el Estado aparece como una suerte de sujetavelas en las negociaciones entre los llamados agentes sociales, es decir, entre la patronal y los sindicatos. Realmente es algo así como un verdugo implacable. Su decisión final deberá ser acatada sin demora. En ese sentido, los llamados agentes sociales no han tardado en pronunciarse. La CEOE se mantiene firme en su rechazo a la propuesta actual del gobierno de reducir la jornada completa a las 37,5 horas para 2025. Ello, pese a que no ha dejado de participar en las mesas de diálogo social junto al Ministerio de Trabajo y los sindicatos.
Desde el propio Ministerio no han perdido el tiempo a la hora de señalar que ante todo se busca proteger a las pymes, que al final suponen el 90% del tejido empresarial en España, ya sea con bonificaciones, formaciones especializadas e incluso el ambicioso plan ‘Pyme 375’, que recompensa la contratación indefinida de mujeres, jóvenes y mayores de 52 años.
Pese a todas estas medidas, la economía española es eminentemente de servicios. Si bien se habla de flexibilidad laboral, el primer efecto de tal medida sería el contrario, que es hacer el mercado laboral español incluso más rígido. Si a eso le sumas el envejecimiento de la población trabajadora, todo se agrava. No hay que olvidar que la legislación laboral vigente ya permite que las empresas y trabajadores pacten jornadas compactadas de cuatro días, llegando incluso a reducciones de la jornada a 32 horas semanales sin recorte de sueldo. Imponer esta medida obviando los procesos de negociación colectiva ya vigente sería un resorte más en la ya compleja maquinaria de la legislación laboral española.
La productividad
Resulta especialmente relevante señalar que con los actuales 5 días a la semana de trabajo la productividad española está por los suelos. La fundación BBVA señala que en los últimos 25 años las empresas son un 7% menos productivas. Esto está debido en gran parte a que el envejecimiento de la población trabajadora ha obstruido su innovación orgánica. La legislación española durante la crisis de 2008 permitió que fuera más barato despedir al trabajador joven e innovador. Desde la U.E. ya han advertido que la falta de productividad es un mal endémico de este país, pues una empresa no productiva difícilmente será competitiva. Una empresa no competitiva no atrae inversión extranjera. Y sin una inversión significativa no se pueden crear empleos de calidad.
Por muchas bonificaciones y formaciones que se faciliten, una pyme que de por sí tiene que enfrentar la mayor carga fiscal y laboral de Europa, difícilmente será competitiva. Más, si por añadidura reduce el tiempo que sus trabajadores dedican a la misma. Además, el desempleo en España actualmente es del 11,5%, por lo que quizás habría que encontrar la forma de emplear a todo el mundo antes de que los que están trabajando le dediquen menos horas. Una economía crece cuándo es libre, hay seguridad jurídica y la administración no crece demasiado; no cuando se sobrelegisla. Y no es una teoría. Sólo hay que ver a los países más ricos y contemplar cómo han llegado hasta ahí.
Adiós, adiós, Pyme
Aún así, poco se puede hacer si semejante medida llega impuesta desde el ejecutivo. Las grandes empresas y la administración pública podrán sobrevivir, si bien por motivos muy diferentes. Pero, como ya hemos visto, la mayoría de empresas españolas son pymes con pocos empleados. En última instancia, esto provocaría el éxodo de todos estos trabajadores a alguna de estas dos entidades capaces de aguantar el embiste. En el caso de los empleados de la administración pública, culminará en un mayor gasto público, mayores impuestos y una mayor inflación.
A la implementación de todas estas medidas, el PP lo llama batalla cultural. Por mucho que cuándo se legisla de forma populista e ignorando la lógica del mercado, solo se empeora la condición de los trabajadores y de unos salarios que llevan estancados desde 2008. No porque el empleador le extraiga al trabajador su riqueza en contra de su voluntad, sino por qué las empresas no son ni más productivas, ni más competitivas. Todo lo que vaya en contra de la producción va inherentemente en contra de la subida del salario. De forma paralela, la inflación y la carga fiscal no dejan de subir. En el proceso, van devorando el poder adquisitivo de los trabajadores.
Primera falacia
No deja de ser curioso que todas estas propuestas de ley se amparan en que trabajar muchas horas afecta a la vida, a la conciliación y en última instancia también a la salud mental. Y establecen como objetivo proteger al trabajador de una suerte de patología laboral normalizada, eso sí, obviando cómo otros factores económicos que devoran el poder adquisitivo y que tienen su origen en las acciones políticas que afectan al ciudadano promedio. Dicho de otra forma: es peor no tener empleo o no poder llenar el depósito de tu coche que no tener libres los viernes.
Pese a todo este desfile de datos y consecuencias, no hay que olvidar que una medida así se sostiene en dos falacias.
La primera, endémica en la mayoría de los convenios colectivos españoles, es que seguimos atrapados en la falacia del valor marxista. Es la idea de que el valor total de un producto o servicio viene determinado por el número de horas invertidos en el mismo; no por el valor del producto o servicio en sí. Cabe tener en cuenta que no todos los puestos de trabajo son iguales. No puede regularse de forma unánime sin perjudicar a todos los trabajadores. En el sector de servicios es muy común que la presencia constante del trabajador en su puesto sea inherente a la calidad del mismo. En otros lo importante no son las horas dedicadas, sino el servicio en sí.
Segunda falacia
En línea con esta segunda afirmación, la segunda falacia consiste en que el poder político ya no solo tiene la capacidad de cambiar el mercado laboral a su antojo, sino que siente que tiene el deber moral de hacerlo. Como ya he señalado, en España existen unos medios de negociación que poco a poco están cayendo en desuso en pos de la legislación a golpe de decreto. Unas leyes que ignoran la complejidad inherente a cada sector por una mera falta de información. Intentan, a falta de un mejor término, de ponerle puertas al campo.
Al final del día hay unos trabajos más flexibles que otros. Toca alejarse de la perspectiva maniquea de que lo opuesto al marxismo es necesariamente mejor o cierto. Quizás lo importante sea crear un entorno de seguridad jurídica en que los llamados agentes sociales y los agentes que componen el mercado, con un mayor conocimiento de sus sectores, capacidades y necesidades, puedan negociar sus propias condiciones.
¿Trabajadores indefensos?
En España llevamos tantos años con los salarios en caída libre y el desempleo por las nubes que nos cuesta imaginarnos algo parecido a la competencia activando los resortes del mercado. Pero si las cosas fueran bien, aquella empresa lo suficientemente productiva podría atraer a la mejor mano de obra con una jugosa jornada de cuatro días; es decir, estaría siendo competitiva. Y con su eficiencia empujaría a las demás a replantear sus jornadas laborales.
Por lo contrario, desde el Estado se nos ofrece el ya viejo relato de que el empresario es una criatura ontológicamente malvada y avariciosa. E ignorando los precedentes históricos de la obtención de derechos laborales, se nos insta a creer que si el gobierno no intercede directamente, los trabajadores jamás verán mejoradas sus condiciones.
La jornada de cuatro días es algo posible, deseable incluso. Pero no vendrá de la acción directa de burócratas y políticos que pueden permitirse ignorar los mercados, sino de la colusión de una seguridad jurídica que incite a la negociación colectiva con una pujante prosperidad económica.
///Marc Fernández es un graduado social de Barcelona con amplia experiencia tanto en el ejercicio jurídico en los juzgados como en el asesoramiento laboral///