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DIEGO AYO SAUCEDO
El libro de Juan Carlos Urenda, “Las otras pérdidas”, es una obra histórica. Urenda es un prolífico escribidor cruceño que siempre ha tenido el talento de ofrecernos reflexiones serias sobre la marcha de la descentralización en Bolivia amparado en la imprescindible propuesta de asentar un sólido régimen descentralizado bautizado con el nombre de autonomías. ¿Por qué, pues, presenta esta investigación histórica? Reitero: no está hablando de los vaivenes autonómicos del presente. No, el autor retrocede dos siglos en la historia para ofrecernos esta nueva obra. ¿Por qué deja esa sana manía provocadora coyuntural para sumergirse en el siglo 19 y alguito del 20?.
Una primera hipótesis tiene que ver con el olvido de las autonomías. Recordemos que el prefecto Rubén Costas se resignó a disputar esta fabulosa demanda cruceña, siempre y cuando el gobierno de Morales dejara que la burguesía agroindustrial cruceña se subiera al boom económico y obtuviera un encomiable rédito económico. “Mejor ahora me dedico a la historia”, posiblemente pensó Urenda, resignado ante la decisión departamental. Y una segunda hipótesis tiene que ver con la centralización grosera del MAS, pasando a controlar casi un 90% de la inversión pública nacional. En ese escenario, bregar por una mayor descentralización sonaba a buscar voluntariamente el desempleo. ¿A quién se le puede ocurrir, en su sano juicio, bregar por un tema ya archivado? A nadie, a riesgo de quedar sin pega. “Mejor me dedico a la historia”, seguramente pensó Urenda.
¿Puede ser? No, en absoluto. Urenda no transa. Su vocación autonómica, por el contrario, parece ahondarse. ¿Dedicándose a la historia? Precisamente. Nada mejor para dejar en claro el olvido regional como sello distintivo de nuestra historia. Podría ser un asunto de mera amargura como quien recuerda el brillo de la espada de Alejandro Magno o el sonido trepidante de los fusiles aliados en la Segunda Guerra Mundial. Pero no, no es un asunto de amor masoquista. Claro que no: es un imprescindible recuerdo a la condición bioceánica de Bolivia. He ahí el meollo del asunto.
Urenda tiene, pues, la pertinencia de recordarnos que nuestra secular demanda por una salida al Pacífico es sólo la mitad de la historia: el Tratado de 1867 con el Brasil, el Tratado de Petrópolis de 1903 y el arbitraje con Perú de 1902-1907 es la otra hermosa mitad: nuestra (casi) pérdida del Atlántico. Recordemos que arrebataron a Bolivia miles de kilómetros cuadrados: 300.000, 187.836 y 250.000 en cada uno de estos acuerdos, haciendo un total de 737.836 miles de kilómetros cuadrados “lo que significa más de 6 veces de lo perdido por Bolivia en el Pacífico con Chile”, remata nuestro autor (p.29). ¿Alguien se preocupó por dar mayor crédito a este bestial troceado de Bolivia? No, el Pacífico ha sido nuestro único rincón de disputa.
¿Error? Enorme. Me permito poner sobre el tapete los interesantes trabajos de Boaz Atzili sobre los “malos vecinos” (Good Fences, Bad Neighbors) y el de Tanisha Fazal sobre las políticas de conquista y ocupación (The Politics of Conquest, Occupation and Annexation) de los que podemos entender que Bolivia nació como un “estado cuña” entre ambos virreinatos. Estas profesoras dejan en claro que este tipo de países –los países cuña/buffer states- tienden a desaparecer o a tener vidas difíciles como es el caso de Nepal entre la India y China, el de Mongolia entre Rusia y China, el de Pakistán entre India/China y el Asia meridional con entrada a Europa. Vale decir, lo peor no es desaparecer sino quedar estancado entre países. Exactamente lo que sucede con Bolivia entrampada entre el Pacífico y el Atlántico. Ese es nuestro problema y la solución no tiene que ver con pedir soberanía. Tiene que ver con ser un poderoso engranaje territorial entre ambos océanos (insisto: al margen de la soberanía).
Estoy seguro que Urenda piensa en esa doble conexión, al margen de poner el lente, como el buen autonomista que es, en las pérdidas territoriales cruceñas de 1.331.469 kilómetros cuadrados: Santa Cruz, afirma el autor, tenía 1.700.000 kilómetros cuadrados y hoy ¡tiene 369.000! Entiendo que su objetivo de reconsiderar el peso enorme de Santa Cruz en el destino nacional. Lo entiendo. También entiendo que esas cifras ameritan un riguroso debate. Sin embargo, reitero, la relevancia de este libro, teniendo en cuenta su cruceñismo palpitante, nos recuerda ese inmenso olvido: Bolivia es el enlace territorial perfecto entre ambos mundos, allá por Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay, acá por Chile y Perú, descontando el fantástico lazo con el mundo.
En el mundo hay 23 conexiones territoriales en “territorios cuña” como ser el Canal de Suez, el Estrecho de Omán o el Canal de Panamá, por citar algunos de ellos. Bolivia tiene esa misma vocación. Una vocación bioceánica que la investigación de Urenda ayuda a rescatar. Este país no es sólo Pacífico parece refregarnos. Este país es Atlántico. Es cierto que de los 1.700 kilómetros de extensión de la Hidrovía Paraguay-Paraná, como seguro tramo a ese océano, nos pertenecen sólo 30 (lo que explica Urenda en el capítulo sobre el Tratado de Petrópolis) o, para decirlo porcentualmente, nos pertenece poco menos del 2%. Es poco, pero facilita mirar hacia ese inmenso y fascinante espacio que perteneció a la poderosa Audiencia de Charcas, un nexo fascinante entre dos virreinatos y, por supuesto, entre dos océanos.