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ANTONIO SARAVIA
Las Naciones Unidas aprobaron hace ya ocho años una rimbombante resolución que formula una agenda de desarrollo para el planeta hacia el 2030. La resolución, aprobada con vítores y regocijo el 2015, plantea 17 objetivos que deberán ser cumplidos por todos los países con el fin de lograr un “desarrollo sostenible.” La resolución renueva así el antiguo plan (los Objetivos de Desarrollo del Milenio) que había sido aprobado el 2000 y vencía el 2015.
Cuando uno lee las 40 páginas de la Agenda 2030 la primera impresión que uno tiene es de admiración: se requiere de un talento enorme para escribir 40 páginas de clichés y lugares comunes. En serio. La agenda es un compendio de buenos deseos y corrección política repetidos hasta el hartazgo: erradicación de la pobreza, crecimiento económico sostenido, primero los pobres, combate a las desigualdades, vida sana, acceso a agua y energía, educación inclusiva, derechos laborales, dignidad de la persona humana, consolidación de la paz, solidaridad mundial, cuidado del medio ambiente y así un largo etc. A medida que se avanza en la lectura no se puede dejar de pensar que una institución que recibe más de $us 60.000 millones en donaciones al año (como referencia, el PIB boliviano está en alrededor de $us 40.000 millones) tendría que ser mucho más cuidadosa y seria con sus resoluciones.
Pero esa es solo la primera impresión. La segunda impresión es la constatación de que todos esos lugares comunes y buenos deseos esconden una agenda progresista tremendamente peligrosa. Así es, el énfasis redistributivo de los objetivos y recomendaciones de la Agenda 2030 tienen el potencial de hacer mucho daño a los países que la adopten.
La palabra “garantizar” está presente en cinco de los 17 objetivos de la agenda y eso deja claro sus intenciones. Las Naciones Unidas quieren garantizar “una vida sana,” “una educación inclusiva y equitativa,” “saneamiento para todos,” el “acceso a energía asequible, sostenible y moderna” y “modalidades de consumo y producción sostenibles.” Pero, claro, ya sabemos lo que pasa cuando las palabras “garantizar” o “derecho” son usadas en términos de política pública. El resultado es siempre el mismo: coerción, ineficiencia e incapacidad de lograr los objetivos propuestos.
La única forma de garantizar algo, o hacerlo un derecho, es a través de redistribución forzosa. Si entendemos (y las Naciones Unidas lo debería tener claro) que todos estos bienes y servicios son bienes y servicios económicos, es decir, son escasos y tienen un costo de producción, entonces deberemos entender que garantizarlos significa proveerlos incluso para aquellos que no puedan pagarlos. Y esto solo es posible si forzamos a que sean otros los que paguen a través de coerción impositiva. Pero los impuestos generan dos problemas adicionales. El primero es que el que los recauda, y debe proveer los bienes y servicios, es el Estado, y el Estado es, por definición, ineficiente. ¿O nos va a contar las Naciones Unidas que la educación y la salud públicas son servicios de calidad en Bolivia? El otro problema es que si los impuestos son muy altos se reducen los incentivos individuales a crear riqueza y el país no crece. Y sin crecimiento económico o creación de riqueza es muy difícil que la educación o la salud mejoren.
Las Naciones Unidas entienden esto perfectamente, pero no pueden resistir la agenda progresista que ha devorado sus entrañas. Sus economistas saben que lo que ha generado tanta riqueza en el mundo desde la Revolución Industrial ha sido la libertad económica expresada en el capitalismo. La libertad económica ha sacado a millones de la pobreza y ha permitido avances en desarrollo humano imposibles de imaginar hace solo doscientos años atrás. Pero ese proceso virtuoso es naturalmente desigual. La riqueza se crea cuando los individuos tienen incentivos a trabajar e innovar y esto pasa cuando pueden disfrutar de los frutos de su esfuerzo, es decir, de su propiedad privada. A medida que se crea riqueza, entonces, unos tendrán acceso a ciertas cosas y otros no, pero la evidencia histórica muestra que este proceso mejora la vida de todos en términos absolutos.
Pero, claro, esto es una herejía para las Naciones Unidas. Ellos no creen en la libertad económica porque están obsesionados con la desigualdad (el objetivo número 10 es “reducir la desigualdad en los países y entre ellos”) y esto hace que la Agenda 2030 sea muy peligrosa. La obsesión con la desigualdad genera ineficiencia y reduce, no incrementa, las posibilidades de desarrollo. Pero quedémonos tranquilos, las Naciones Unidas tienen una respuesta genial: hagamos que la gente tenga “derecho al desarrollo” (página 11 de la Agenda 2030). Listo, san se acabó, todos desarrollados por decreto.
Cuando la palabra “inclusivo” está en 22 de las 40 páginas, pero la palabra “libertad” solo en 3; cuando la palabra “garantizar” está en 16 páginas, pero el concepto de “propiedad privada” no aparece en ninguna; cuando se propone que la única forma de lograr los objetivos es “compartiendo la riqueza y combatiendo la desigualdad de ingresos” (página 9); cuando se ignora olímpicamente que los Estados son ineficientes y que el progreso se genera al margen de ellos, la única conclusión a la que se puede llegar es que no estamos ante una agenda ingenua y bonachona, sino ante una que esconde un paradigma perverso que conseguirá exactamente lo contrario a lo que se propone.