IGNACIO VERA

Desde jovencito me pregunté por qué el tiempo se iba en un suspiro, por qué las horas y los meses parecían diluirse tan rápido en el torbellino de lo inexorable. Desde niño escuché de mis abuelos y padres decir que antes, en sus tiempos, el año era una eternidad y que la espera para la llegada de la Navidad o la Pascua era de nunca acabar. Ahora, incluso para un niño caprichoso e impaciente, parece no ser así. Celebramos el Año Nuevo y… ¡zas!, ya estamos a mediados del año; luego vamos a trabajar, pagamos las cuentas del agua y el internet, hacemos un viaje corto, asistimos a la misa dominical y, sin habernos dado cuenta, ya hemos llegado diciembre y hay que pensar en armar el arbolito o deprimirse por la conclusión de un año más, la cual nos pone más cerca de la misteriosa muerte. Hay excepciones, claro que sí; es decir, personas que no sienten el transcurso del tiempo así de rápido, pero creo que para la generalidad el tiempo se ha acelerado.

No… La verdad es que el tiempo no se aceleró. Los que nos hemos acelerado somos nosotros. El tiempo sigue siendo igual, y es muy difícil que su naturaleza pueda ser manipulada, incluso si en lo venidero Homo sapiens logra crear vida artificial, manipular la biología humana o ese tipo de fantaseos futuristas que son la pesadilla de unos y la esperanza de otros. Si antes un burócrata podía redactar para su jefe dos informes por día, hoy, gracias a internet y el ordenador, puede elaborar ocho o diez. Aparte, debe revisar su correo electrónico y su WhatsApp, revisión que hacia el final de la tarde lo deja rendido y lo hace decirse: “¡Qué rápido se me fue el día!”. Y, lo que es peor, agrega: “No rendí lo suficiente… Mañana haré más”. He ahí el porqué de la sensación de que el tiempo vuela.

En realidad, la tecnología tiene ya el potencial no solo para hacer sentir al burócrata como un sujeto improductivo y perezoso, sino incluso para remplazarlo y ser más eficiente. Esta realidad obviamente no se la siente aún en los países pobres, en cuyas instituciones y corporaciones todavía se trabaja “a la antigua” (por ejemplo, en el nuevo edificio del parlamento boliviano, una edificación inteligente que no tiene nada que envidiar a un edificio de parlamento de primer mundo, pero con burócratas trabajando todavía arcaica y rutinariamente). Es por esto que el paraíso o el infierno posthumano parece estar lejos todavía… No solo por las brechas que existen entre países ricos con tecnologías algorítmicas ya en funcionamiento, por un lado, y estados pobres con burócratas ensuciando toneladas de papel, por el otro, sino también porque es posible que sean las mismas potencias tecnológicas las que, como hicieron en el siglo pasado con el acuerdo sobre el desarme nuclear, se impongan límites éticos para el uso y desarrollo de la inteligencia artificial.

De todas maneras, este fenómeno originó una tendencia a la soledad a escala mundial, pues, aunque a nivel estatal haya diferencias económicas abismales, hoy decenas de millones de pobres poseen un dispositivo digital. Hace unos días, El País de España publicó una nota que decía que las personas pasan cada vez más tiempo frente a una pantalla viendo un aluvión de noticias relevantes o de trivialidades sin sentido. Según los expertos, este hábito, a diferencia de la lectura de un libro o un almuerzo familiar, genera ansiedad, depresión, crisis existencial o, en el mejor de los casos, sensación de soledad. Los seres humanos somos cada vez más en número, pero también cada vez más solitarios. Ahora bien, ¿podríamos comparar el fenómeno de las tabletas y los teléfonos inteligentes con el de la televisión, que transformó la cultura en el siglo XX? Tal vez en algunos aspectos, pues ambos degradan la calidad estética de las expresiones humanas. Pero yo sospecho que, a diferencia de la televisión, los teléfonos inteligentes hacen que el ser humano se aísle más, pues mientras la televisión podía ser vista por una familia unida, la visualización de una pantalla de iPhone corresponde solamente a una persona. Aunque esto parezca un detalle menor, pienso que es el quid de toda la situación.

Todo esto nos lleva a la siguiente cuestión: ¿qué hacer frente a esta realidad?, ¿rechazarla? De ninguna manera; rechazar el avance de la tecnología sería una causa perdida. Lo que sí está en nuestras manos es tratar de apartarnos al menos por un momento de tales conquistas o hacer un uso razonable de ellas. Para esto, logro identificar tres caminos: 1) la vida espiritual, 2) el consumo de buen arte y 3) la contemplación de la naturaleza. (Esta última, sin embargo, está en peligro de no poder realizarse si el ser humano continúa depredando los ecosistemas.)

Desde la moderna soledad, me atrevo a decir que no podemos hacer otra cosa que vivir el mundo que nos tocó. En su drama Cimbelino, Shakespeare aconseja a la humanidad: “Brindémonos a la época tal como nos ansía”.

IGNACIO VERA DE RADA 

Politólogo y docente universitario

*NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21