CARLOS ARMANDO CARDOZO
La obsesión enfermiza con la que la desigualdad es señalada como uno de los principales problemas a erradicar en Bolivia ha sido moneda de curso corriente para los diferentes gobiernos que han pasado por Palacio, desde la Revolución Nacional de 1952 ha quedado impreso en la mente de los bolivianos que el origen de todos los males, pobreza y subdesarrollo es consecuencia de una distribución de recursos inclinada deliberadamente hacia los sectores acomodados, minorías, previniendo a los sectores más vulnerables, mayorías, de dar ese salto de calidad y mejorar su nivel de vida.
El futuro utópico donde Bolivia pueda abrazar la modernidad y despojarse de ese abrigo deshilachado y viejo de país de tercer mundo, se vislumbra a partir del camino en contra de la desigualdad, desigualdad material, donde se tiene la participación inequívoca del Estado, con diversos matices, como medio para lograr el objetivo final mediante programas sociales, la universalización de bienes y servicios mínimos para estandarizar un nivel mínimo de calidad de vida que escape a la línea de la pobreza. Desde las más grandes ciudades hasta la localidad más remota del territorio.
Esta visión humanista cala muy bien en los sectores desprotegidos, porque ven una alternativa real que escapa a su responsabilidad y es delegada a un ente superior que será el encargado de preocuparse por su cumplimiento, independiente de los nombres que administren las instituciones que componen al Estado, este camino está refrendado por las conquistas sociales instaladas en la historia, haciendo eco permanente para finalmente ratificarse generación tras generación.
Este tipo de ideas son alimentadas permanentemente por el sistema que rige Bolivia: la educación a través de todos sus operadores ha ejercido un rol de difusión y “acomplejamiento” en el que se refuerza la idea central de víctima y agresor a través de la historia. Una forma conveniente para justificar una respuesta violenta, que únicamente busca la defensa frente a la agresión, legitima, por cierto, dado que la lógica dicta sencillamente que sin agresor no existe la necesidad de responder con violencia.
Aquel que ha perfeccionado la gestión de la violencia es conocido de la misma forma trascendiendo el tiempo, Estado, no interesan mucho los nombres que pasan de manera coyuntural por sus puestos de poder. Al final la violencia es justificada a cambio de lograr objetivos superiores, que al tener la difícil tarea de “redistribuir” los recursos otrora inclinados hacia las minorías más ricas del país utilizaran todos los medios a disposición para lograr tal cometido, incluida la violencia.
Aquellos individuos que dependen de un ente superior para asumir decisiones en su nombre, establecer los parámetros de moralidad y definir el nivel de vida al que se puede aspirar los priva definitivamente de todas las capacidades para buscar su proyecto de vida, establecer vínculos o nexos con otros individuos y sobre todo comprender que no es necesario tener un lazo de consanguineidad o afinidad con un tercero, basta únicamente con comprender la importancia fundamental de la vida, la propiedad privada y la libertad.
Las vidas son fácilmente sacrificables o asumibles como bajas necesarias si es que el fin último beneficia a la mayoría, responde a esas conquistas sociales inembargables que el Estado capitaliza y moldea en función de los objetivos de sus operadores a cargo.
La propiedad privada, el botín al que el Estado siempre puede recurrir para implementar su política redistributiva, no importa la forma, la legalidad y la moralidad se ajustan perfectamente para tolerar estos y más atropellos hacia las “minorías”.
La libertad, la amenaza directa que el poder del Estado busca modular a niveles manejables, el sumun del conocimiento y experiencia sobre el comportamiento del ser humano se concentra en cada una de las instituciones que hacen al Poder Público. Los ingenieros sociales en planillas y planillas mediante cálculos y razonamientos complejos logran definir el destino de cada individuo, previniendo posibles peligros y proyectando un estándar de vida óptimo de acuerdo con su parecer. Lo justo, lo correcto, lo necesario.
Si bien los últimos 17 años el sistema ha logrado “planificar” conflictos apoyados en falsas banderas, apuntando las miras de sus armas hacía aquellas “minorías” que se interponen a la consolidación de la igualdad universal. Esto es producto de un mal institucionalizado desde los años 50, un enfoque erróneo que se basa en deshumanizar al individuo, obligarlo a vivir en un esquema predeterminado que impide que el solo acto de pensar fuera del sistema sea posible sin antes ser señalado como un enemigo de las causas populares.
El país está fragmentado por la Política de Estado, el adoctrinamiento en la educación, la mediocridad de sus lideres y su retórica, el miedo a la autocrítica y la obsesión por las causas “nobles” que retroalimentan y mueven los oxidados engranes de una verdadera monstruosidad materializada a partir de los mitos profundos bolivianos.
Las personas y la huella que dejan en sus semejantes se constituyen en el verdadero potencial y recurso estratégico con el potencial suficiente de irradiar felicidad a partir de reivindicar la vida, la propiedad privada y la libertad; irónicamente la menor de las prioridades de los adictos al poder y obsesionados con la desigualdad.
CARLOS ARMANDO CARDOZO LOZADA
Economista, Máster en Desarrollo Sostenible y Cambio Climático, Presidente de la Fundación Lozanía
*NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21